No es la primera vez y supongo que tampoco la última que traigo a estas líneas la disposición (o no) de la sociedad vasca para embarcarse en un proceso que concluya con la profundización de su autogobierno. Fíjense que lo nombro con semejante ambigüedad para abarcar todo el espectro que va desde la simple chapa y pintura al Estatuto de Gernika (¿qué pasa con el Amejoramiento?) hasta la consecución de la soberanía plena y, en el centímetro siguiente, la declaración de independencia. Y no hago el planteamiento en el vacío ni en hipótesis. Es decir, que no me refiero a lo que anide allá en el fondo de los corazones, sino a la presteza para ponerse manos a la obra aquí y ahora, con todo lo que implicaría. Pisar mucho —muchísimo— la calle, por ejemplo.
Doy por hecho que hay un número nada desdeñable de personas que están por la labor y se aplicarían a la tarea sin perder un segundo. Dudo mucho, sin embargo, que se acerquen a la cantidad mínima para articular un movimiento, no ya con garantías de éxito, sino con el músculo suficiente como para no embarrancar en el primer risco. Insisto en que esto no es cuestión de unas pegatinas pintureras ni de ponerse las zapatillas tres o cuatro días al año.
Añado inmediatamente que el hecho de que ahora mismo ni siquiera se atisbe lo que describo no implica que mañana o pasado no sea una realidad. Catalunya y Escocia —o el mismo fenómeno Podemos en España— nos han enseñado que en un puñado de meses se puede pasar de una aparente pachorra social a ser un gran quebradero de cabeza para los amos del calabozo. ¿Acabará ocurriendo algo similar aquí? No hago apuestas.