Maternidad subrogada, alguna certeza y no pocas dudas. La inmediata, respecto al motivo por el que, casi de repente, se ha empezado a hablar de la cuestión desayuno, comida y cena. Apenas ayer era material para telefilm de sobremesa dominical o extravagancia de cuatro parejas con pasta de por ahí. ¿Por qué justamente ahora se nos viene encima con la apariencia de debate sobre no se sabe qué derecho?
Sí, derecho, otro más de esos manufacturados al gusto del pensamiento fetén para quedar de vanguardia del quince al reivindicarlo con la rotundidad con que en otros tiempos se exigía pan, trabajo y libertad. Y la cosa es que al primer bote casi cuela. Nos preguntan a bocajarro, y nos sale el instinto cobardón para que no se diga que no llevamos a la orden los certificados reglamentarios de progresía o que se nos ha parado el calendario en el pleistoceno. Que si es un asunto de mucho calado, que si todo es respetable, que si…
Confieso que anduve en esas, pero ya no. Ahora mismo tengo claro que el tal derecho es, en plata, la mercantilización pura y dura de la reproducción humana. Bebés convertidos en productos de consumo solo para quienes pueden permitírselo. Al otro lado, mujeres reducidas a suministradoras de criaturas para cumplir los deseos —¿o van a ser los caprichos?— de los que consiguen lo que sea a golpe de chequera. Y en más de un caso, todavía tienen el desahogo de hacerse los ofendidos y corregir al personal cuando se habla de vientres de alquiler, expresión no solo más popular sino más ajustada de esta práctica que ni siquiera es nueva. La compraventa de chiquillos viene, por desgracia, de muy atrás.