A cualquiera que tenga dudas sobre si hay que destinar recursos públicos para acoger refugiados le invito a echar un vistazo a las decenas de fotografías de niños embarcando en el puerto de Santurtzi entre abril y junio de 1937. Si tarda más de tres segundos en comprender que, en nombre de nuestros mayores —los pocos que nos quedan y los muchísimos que nos han ido dejando—, ni deberíamos plantearnos algo tan meridianamente claro, concluiré que mi interlocutor no tiene corazón ni, desde luego, memoria.
No, el debate no está ahí. Un pueblo que ha sufrido —¡apenas ayer!— lejanos y desgarradores exilios debe prestarse a recibir a la mayor cantidad posible de personas que huyen del horror. Sin racanear un céntimo y, por descontado, para alojarlos en unas condiciones dignas, es decir, no despachándolos a los amontonaderos de carne humana habituales, allá donde no molesten a los solidarios de pitiminí ni a los gobernantes que quieren pasar por la recaraba del altruismo.
Nombro a unos y otros, no lo niego, a mala baba, porque lo que quiero decir en el fondo es que cuando se trata simplemente de hacer lo correcto, sobran los juegos florales y las competiciones para ver quién es más espléndido. La tremenda foto del cadáver del pequeño Aylan despertó sentimientos muy nobles, es cierto, pero también ha inaugurado una indecente y morbosa subasta. ¿Solo a mi me parece que buena parte de los pomposos ofrecimientos de administradores públicos varios (algunos de ellos, ridículos hasta la náusea) apestan a oportunismo ramplón, a que no se diga y a no vamos a ser menos que el vecino o que los del otro partido?