Mi género literario favorito es la llantina postelectoral. Lágrimas que suelen ser, por demás, de puro cocodrilo marca Lacoste, y vienen acompañadas de patéticas soflamas a lo Escarlata O’Hara poniendo a Dios por testigo —o a Marx, Lenin, Zapata o quien mole— de la encarnizada lucha contra el fascismo que empezará… en cuanto se quiten el pijama con el que tuitean. Dejo sin decir que, para colmo, los partisanos de lance son, en muchos casos, empezando por los cercanos, como mínimo, igual de totalitarios que Abascal el chico.
Y sí, poca broma con lo de Andalucía, que puede ser menú degustación de lo que venga. Pero, ante todo, mucha calma y menos lobos, que es un cachondeo ver que los que más berrean y se rasgan las vestiduras con mayor brío son buena parte de los que han hecho un hombrecito al botarate de Amurrio. Hasta un negado de los vaticinios como el que suscribe dejó escrito aquí hace unos meses que hay bichas que es mejor no alimentar, no sea que las profecías se cumplan a sí mismas. Por lo demás, nótese que la mayoría de los que se tiran de los pelos son peña que seguirá teniendo una vidorra del carajo de la vela. Ni se imaginan lo que se cobra en la vanguardia de la ortodoxia pensante y vociferante.
Llámenme raro, pero en las mil letanías explicativas de lo que ha pasado echo en falta la alusión a la corrupción del partido que se ha pegado el batacazo. O a la endeblez de su líder. O a la prematura ranciedad y los quintales de incoherencias de la autoproclamada nueva izquierda, que también se ha hostiado. Claro, es más fácil apuntar a los fachas y decir que los que votan son una manga de ignorantes.