No hay discusión. Una patada en la puerta es de lo más antiestético. Peor que eso: es abiertamente contraria a las garantías jurídicas más primarias. O directamente un atentado a los derechos básicos. Incluso mentes obtusas como la mía lo entienden y hasta lo defienden. También es verdad que ahí se acaban mis certezas y comienza mi proceloso mar de ignorancias. La primera de ellas es obvia y presumo que compartida con muchos lectores: si lo escrito es así, ¿qué sentido tiene dictar normas de lucha contra la pandemia que atañen a lo que ocurre en el interior de los inexpugnables domicilios, moradas, residencias, aposentos, quelis u hogares?
Quiero decir que parece que sirve de bien poco prohibir reuniones de no convivientes —da igual para jugar al parchís que para correrse un fiestón multitudinario—, si no hay modo práctico de llevar a cabo la disposición. En el mejor de los casos, estamos abocados a imágenes delirantes como la de varias patrullas de la Ertzaintza haciendo vigilia durante horas en un convento de Derio hasta que los participantes de un sarao etílico sin mascarillas ni distancia tuvieron a bien salir. ¿Es lo que cabe hacer ante cada una de las incontables juergas a puerta cerrada que se celebran a diario? Pues asumamos que tenemos un problema muy gordo en la lucha contra el virus.