¡Viva España!

Lo siento por las taquicardias que haya podido provocar un titular así en un periódico como este, pero he sido incapaz de resistir la tentación. Si lo están leyendo y el mundo no se ha acabado será porque nuestras rotativas y nuestro equipamiento informático soportan más de lo que sugieren algunos mitos. Y también porque, al fin y al cabo, sólo se trata de palabras. Seríamos menos infelices si aprendiéramos a despojarlas de la carga explosiva con que a menudo las pronunciamos o nos las arrojan.

José Bono, inspirador de estas líneas, nos sirve para iniciarnos como artificieros del lenguaje. Seguramente se soñó épico cuando proclamó con ese verbo tan suyo —que no es precisamente el de Castelar— que el próximo secretario general del PSOE debe ser alguien capaz de gritar “¡Viva España!”. Pretendía ser, y lo fue, una frase redonda para los titulares. Pero sólo surtió efecto en cuatro mentes tan estrechas como huecas. Los demás, incluidos muchos de los que comparten carné con el atrabiliario personaje, sintieron una mezcla de vergüenza ajena, pena y desdén.

Tenemos demasiado calado al falangistazo manchego que abrazó el puño y la rosa únicamente para medrar cuando dejó de llevarse el azul mahón. Lo suficiente para imaginar sin dificultad cuál es esa España (o Ejpaña) a la que hay que lanzar vivas y requiebros de chulapo de Chamberí: una de mantillas y panderetas donde cualquier pícaro como él pueda hacerse un carrerón político que multiplique por ene su patrimonio. Menudo un patriotismo de las pelotas, el que tiene su asiento en la cartera.

Notable alto para Jesús Eguiguren, que le puso las peras al cuarto al barón desmadrado. Lo dijo de otro modo pero, en definitiva, lo que hizo fue recordarle que nunca le ha ido mejor al PSOE y a sus sucursales que cuando sus líderes se dejaron de remilgos y gritaron (o susurraron) lo que de verdad les pedía el cuerpo. No eran más ni menos que palabras.