Malas noticias: perdimos la guerra de 1936, nunca fuimos capaces de derribar el régimen que la sobrevino y aún seguimos comiéndonos con patatas su secuela levemente edulcorada, sucesor a título de rey incluido. Recordarlo, perdóneseme la obviedad, forma parte de esa memoria que tanto vindicamos y que con frecuencia confundimos con la recreación del pasado que nos hubiera gustado. Una de las mil formas del infantilismo en que nos engolfamos en esta posmodernidad o lo que sea es creer a pies juntillas que es suficiente cerrar los ojos para que desaparezca la fealdad que nos rodea. Pues no, el sol no se tapa con un dedo, ni la Historia se cambia metiendo la tijera a las partes que nos desagradan. Anoto, de hecho, que fabricarse un ayer a medida es la tentación a la que nunca se han resistido los totalitarismos.
Viene esto a cuento de la bronca innecesaria por la retirada o no de los retratos de los alcaldes franquistas de Bilbao que pueblan cual fantasmas los pasillos del consistorio. Comprendo que al primer bote joda un rato la idea de que esos diez tipejos retengan unos centímetros cuadrados del espacio que ocuparon ilegítimamente y a la fuerza. La sola mención de Areilza me provoca erisipela, y la de Lequerica, Oriol o la infecta Careaga, politraumatismos neuronales. Pero por más que me envenenen la sangre, ni puedo, ni quiero, ni debo olvidarlos.
Quien haya visto los monigotes de esta panda de fachas en la galería de primeros ediles de la villa sabe que no hay nada laudatorio en su exhibición. Y si cupieran dudas, bastaría una placa que los apostrofara como los siniestros personajes que fueron.