Respeto

De entre todas las formas de comunicar una muerte, me quedo con una de la cultura anglosajona. Tan escueta como impactante. Simplemente, al nombre de la persona fallecida se le añade una palabra: Respect, es decir, respeto. No diré que a partir de ahí sobra todo lo demás, pero sí que es optativo. Hay quien derrota por el panegírico porque es lo que le sale de dentro, quien no es capaz de expresar lo que siente, y quien lisa y llanamente no tiene demasiado que decir… o comprende que no es el momento de hacerlo.

El elogio fúnebre —ahí iba yo— no es obligatorio. Añado incluso que si es forzado o desmiente clamorosamente lo que se sostenía sobre el difunto cuando todavía respiraba, puede resultar un insulto póstumo, además de un ejercicio de fariseísmo que canta la Traviata. Tuve muy presente esta idea en las tres horas y media vibrantes del programa especial que le dedicamos en Onda Vasca a Iñaki Azkuna en cuanto tuvimos constancia de su fallecimiento. Aunque la ocasión parecía propicia y hasta por una ley no escrita de la profesión se hubiera disculpado, mi obsesión era que no se nos fuera la mano con el almíbar. Por sentido de la contención, sí, pero sobre todo, porque no me cuadraba con el protagonista real de ese tiempo de radio, que era el primero que sabía —me lo dijo un día de viva voz— que en su (inmensa) personalidad también iban de serie un puñado de imperfecciones. Naturalmente, en los muchísimos testimonios que recogimos primó lo laudatorio, lo emotivo, lo entrañable, lo sentido, que además lo era sinceramente. Pero no obviamos lo menos amable. Lo hicimos por y con respeto.

Para no olvidar (2)

Miren, no escribí la última columna porque me apeteciera ir de enfant terrible, de retorcedor de argumentos para epatar, ni mucho menos de defensor de Azkuna, a quien respeto pero no creo que llegara a votar jamás. Tampoco lo hice con las manos vacías. Llevo en la mochila vital y profesional centenares de entrevistas, reportajes o programas especiales sobre la recuperación de la memoria histórica. No diré que soy la hostia en bicicleta ni que me inventé el género, pero puedo presumir de haber dado la tabarra con la cuestión cuando era inimaginable que se convirtiera en una moda que hizo de oro a mucho vivillo. Gentes de buena, mala y regular intención se me descojonaban a la cara por la obcecación en dar voz a los perdedores de una guerra que les sonaba a pleistoceno. “¿A qué momia nos desentierras mañana?”, me han preguntado más de una vez.

Vamos, que conozco lo suficiente el paño como para diferenciar entre quienes actúan guiados por la honestidad y quienes chapotean en este barro del pasado porque son unos guays, unos jetas, unos indocumentados o, lo más común, intrépidos medialeches que se atreven a meter el pie con la seguridad de que no hay cocodrilos. Hasta las mismísimas de antifranquistas retrospectivos, así se lo digo. No acaba de entender uno que con tanto héroe, el bajito de Ferrol la diñara en la cama. Más aun, se me escapa que con la tremenda cantidad de partisanos que disfrutamos, este régimen, heredero del anterior, no haya echado rodilla a tierra. Será —empiezo a atar cabos— porque las batallas se libran contra cuadros de malnacidos que crían malvas desde hace buen rato.

Para no olvidar

Malas noticias: perdimos la guerra de 1936, nunca fuimos capaces de derribar el régimen que la sobrevino y aún seguimos comiéndonos con patatas su secuela levemente edulcorada, sucesor a título de rey incluido. Recordarlo, perdóneseme la obviedad, forma parte de esa memoria que tanto vindicamos y que con frecuencia confundimos con la recreación del pasado que nos hubiera gustado. Una de las mil formas del infantilismo en que nos engolfamos en esta posmodernidad o lo que sea es creer a pies juntillas que es suficiente cerrar los ojos para que desaparezca la fealdad que nos rodea. Pues no, el sol no se tapa con un dedo, ni la Historia se cambia metiendo la tijera a las partes que nos desagradan. Anoto, de hecho, que fabricarse un ayer a medida es la tentación a la que nunca se han resistido los totalitarismos.

Viene esto a cuento de la bronca innecesaria por la retirada o no de los retratos de los alcaldes franquistas de Bilbao que pueblan cual fantasmas los pasillos del consistorio. Comprendo que al primer bote joda un rato la idea de que esos diez tipejos retengan unos centímetros cuadrados del espacio que ocuparon ilegítimamente y a la fuerza. La sola mención de Areilza me provoca erisipela, y la de Lequerica, Oriol o la infecta Careaga, politraumatismos neuronales. Pero por más que me envenenen la sangre, ni puedo, ni quiero, ni debo olvidarlos.

Quien haya visto los monigotes de esta panda de fachas en la galería de primeros ediles de la villa sabe que no hay nada laudatorio en su exhibición. Y si cupieran dudas, bastaría una placa que los apostrofara como los siniestros personajes que fueron.

El sobrino de Ascensión

A Antonio Basagoiti no lo conocí por su nombre sino por su parentesco. Podía haber sido como hijo, nieto, bisnieto y tataranieto de prohombres de riñón forrado y obras cubiertas por un tupido velo. Sin embargo, esa primera referencia que rememoro 18 años después fue por la vía materna de su árbol genealógico. “Mira, ese es el sobrino de Ascensión Pastor. No le preguntes nada porque no sabe ni por dónde le da el aire”, me lo señaló un compañero suyo de partido y grupo municipal en el Ayuntamiento de Bilbao. Tardé poco en comprobar que mi interlocutor —a quien no delataré, pese a que les resultaría curioso— no exageraba. Cualquier intento de recabar la más nimia información del atribulado concejal semialevín chocaba una y otra vez con idéntica respuesta: “De eso tienes que hablar con mi tía”. La susodicha era, además de la hermana de su madre, la que cortaba el bacalao en el PP bilbaíno de la época.

Alejado ya de la crónica local, asistí no sin sorpresa a la transformación de aquella crisálida política que parecía destinada al anonimato ramplón e insípido de la cuarta fila, subsector enchufados. De pronto, empezó a ser frecuente verlo despegado de las faldas de su protectora y opinando por libre con creciente desparpajo, ora sobre un proyecto urbanístico, ora sobre ETA y el nacionalismo, ora sobre la marcha del Athletic. Muchos se frotaron los ojos en junio de 1999, cuando a la vuelta de un corto recado para Aznar in person, le faltó el pelo de un calvo para birlarle la alcaldía al entonces debutante en la plaza, Iñaki Azkuna. Si no me engaña la memoria, los votos de Euskal Herritarrok impidieron que la vara fuera a manos de la ya promesa consagrada.

Y a partir de ahí, todo recto hacia arriba, manejando con maestría la cintura, el plano corto en el que tanto gana y, por supuesto, la disciplina jerárquica de geometría variable. Pero les ahorro esa parte del relato porque es muy conocida.