Ya decía el torero que hay gente pa tó. Unos buscan unicornios, el arca de la Alianza o planetas habitados en el extrarradio de Alfa Centauri. Otros, sin duda más ilusos que los anteriores, pretenden dar con un nuevo modelo policial. Supongo que no es casualidad que en los últimos días me esté encontrando con tan idílica formulación en el encabezado de varias convocatorias de prensa firmadas por entidades de distinta finalidad social, obediencia ideológica y/o adscripción profesional. Si fuera tan mal pensado como los que sí lo son creen que soy, diría incluso que estos actos en pos del maderamen del futuro son contraprogramaciones recíprocas o intentos de sacar la cabeza en una carrera que, por lo visto, ya ha empezado. Quien enseña antes la burra o la moto, la vende mejor.
No es mi intención desanimar a los organizadores de estos encuentros, jornadas o sanedrines —gentes, por otra parte, inasequibles al desaliento—, pero debo manifestar mi escepticismo ante su empeño. Me temo que hay poco que rascar en lo que Max Weber [vaya columnista más pedante] bautizó como “monopolio legítimo de la violencia”. De Patagonia a Groenlandia, el asunto este de las porras funciona por un patrón muy similar, con una diferencia mínima, si cabe, en grados de urbanidad. Conste que no lo apunto como proclama antisistema, sino como pura constatación a fuerza de tragarme telediarios o películas, series y novelas del gremio.
Yo, que hace años agité frenéticamente mis rizos difuntos coreando con Eskorbuto “Mucha policía, poca diversión”, he alcanzado la convicción —dolorosa, no crean— de que es imposible prescindir de las fuerzas de seguridad. Asumido eso, me queda el derecho a reclamar que me den motivos para respetarlas en lugar de para temerlas. Lo que no puedo pedirles es que si me pillan robando el bolso a una ancianita, me saluden con una sonrisa y cambien de acera, según alguno de los nuevos modelos.