Con lo diversa que es la fauna política, resulta difícil establecer el ránking de las especies más dañinas que la componen. Por intuición, diríamos que los primeros puestos estarían ocupados por los corruptos sin escrúpulos, que son malos y además, entrenan para superarse. Sin embargo, si evaluáramos al detalle los efectos devastadores que producen, tal vez cayéramos en la cuenta de que los auténticamente letales son los ególatras megalómanos que se creen llamados a una misión superior. Podría detenerme enumerando las características de esta ralea pero, habiendo ejemplares a decenas, con un nombre se comprenderá mejor: Alberto Ruiz Gallardón.
Allá en la zona tibia de la izquierda hubo quien se alegró cuando Rajoy lo llamó a su séquito de recortadores y reformadores. Del mal, el menos, pensaron con candidez quienes se habían tragado el cuento prisaico que presentaba al coleccionista de poltronas como encarnación de esa derecha soñada que no se pasa el día en el ultramonte. Como en el reparto le tocó la cartera (o la mochila llena de piedras) de Justicia, incluso por aquí arriba se iluminó algún rostro imaginando que un tipo tan templado iba a ser mano de santo para “lo nuestro”. Claro, por eso lo primero que hizo fue anunciar que impondría algo muy parecido a la cadena perpetua y que los colectivos de víctimas —“esos” colectivos— tendrían derecho de pernada y de veto. Y de aplicar la ley penitenciaria para que los presos estén donde dicen los propios papeles oficiales, tararí que te vi.
Eso lo congració con la caverna que, tras años de mirarlo con ojos esquinados por sospechoso de rojez, ahora lo ha convertido en su fetiche. Más aun, después de que el ínclito se haya autoinvestido azote de abortistas y, como me señaló en Gabon de Onda Vasca el profesor Javier De Miguel, paladín de las vomitivas ideas sobre la feminidad de Escrivá de Balaguer. Fíate de los que parecen inofensivos.