Doble condena

Los presos de cualquier organización son rehenes, como poco, por partida doble. En primera y más obvia instancia, les priva de libertad el Estado que los ha enchironado de acuerdo o no con las garantías procesales. El segundo grillete, que no atiende a razones jurídicas y es implacablemente arbitrario, se lo impone la propia disciplina —anótese la palabra— a que pertenecen. Como percibo ceños fruncidos en la concurrencia, aclaro que hablo de todo tipo de grupos. Lo que describo se da igual en guerrillas insurgentes, cárteles de la droga, clanes del navajeo de barrio, mafias varias, bandas terroristas o tenidas por tales, o cualquier otra asociación cuya actividad esté fuera de la legalidad vigente. Desde el instante de su detención, quienes forman parte de alguna de estas ligas deben atenerse a la reglamentación interna y cumplir a rajatabla las disposiciones previstas para el momento de la caída bajo el guante de la ley.

La parte cómoda respecto a los que van al banquillo de a uno es que no tienen que romperse ni la cabeza ni el bolsillo buscando abogado. Eso corre por cuenta de la organización, que también decide la estrategia de defensa. Si por razones coyunturales conviene sacrificar un peón para salvar una torre, así se hará. ¿Veinte años? O cuarenta, por el bien de la comunidad.

Una vez entre rejas, los carriles están trazados. Los carceleros visibles marcan unas pautas y los invisibles, que son todos y ninguno, el resto. Incumplir las primeras supone una sanción oficial. Saltarse las segundas implica un castigo peor: quedar fuera del grupo. Una elección verdaderamente endiablada.

El daño causado

Reconocer el daño injustamente causado es, miren ustedes qué perogrullada, reconocer el daño injustamente causado. Y hacerlo a pelo, porque sí, porque siendo imposible esa reparación de la que tanto se habla en vano, es lo menos que se le debe a quien se le provocó el sufrimiento, una disculpa. Pero no una de trámite en media línea perdida por ahí, como si todo el mal hubiera consistido en un pisotón al subir al autobús o fuera producto de un malentendido tonto. Algo de más fuste, pensado, elaborado, que se note que ha llevado su tiempo y que parte de la absoluta sinceridad. Tampoco vale apostillarlo con que si yo no empecé, a otros que han hecho cosas peores no se les pide lo mismo, es que había un conflicto… ni demás prosa justificatoria. Aunque las acciones se hayan dado en un contexto muy determinado, cada una es personal e intransferible.

¿Es que acaso hay que humillarse? No va por ahí. Un exceso de flagelo sonaría demasiado artificioso y habría motivos para desconfiar. Basta con unas gotas de naturalidad y otras de empatía, sin perder nunca de vista que incluso las palabras mejor escogidas y dichas no serán capaces de restaurar los estragos cometidos.

Se nos suele olvidar —o directamente no queremos contemplarlo así— que estamos hablando de una cuestión puramente moral. Es fatal mezclarla con las estrategias políticas coyunturales o vincularla, como se está haciendo, con la obtención de hipotéticos beneficios penitenciarios. Si queremos que el reconocimiento del daño causado tenga algún sentido o algún valor, no podemos ni exigirlo ni ofrecerlo a cambio de contrapartida alguna.

Quiroga, doble dislate

En una sola mañana, la del viernes pasado, Arantza Quiroga protagonizó dos de las mayores torpezas que se recuerdan en la política vasca, subsección autonómica. ¿Qué tenía en la cabeza la presidenta digital de los Pop cuando le fue al lehendakari con la bronca del documento que le había pasado bajo cuerda a la izquierda abertzale? ¿Acaso pensaba que Urkullu, en su proverbial y a veces autolesiva prudencia, iba a pasar por alto que ella y su jefe genovés tuvieron en sus manos el papel de marras antes incluso que el presidente de Sortu? El zasca fue de antología. Cualquier otro que se hubiera llevado un planchazo así, habría tratado de confundirse con el paisaje, pero vaya usted a saber guiada por qué demonio interior, la abochornada en público volvió a dispararse en el pie. Con postas, además, porque si la primera metedura de gamba delataba su bisoñez, la segunda se adentraba en las palabras mayores de la deslealtad y las malas artes.

Hete aquí que después de que Rajoy exigiera un silencio de hierro sobre la reunión clandestina del martes, va la delegada de la gaviota en Vasconia y se lía a pregonar la materia reservada del encuentro. Ya habría estado suficientemente feo que lo cotorreado respondiera a la verdad, pues si se dice punto en boca, es punto en boca. Lo que roza lo incalificable es que la largada fuera una fantasía animada que parecía directamente dictada por Ángeles Escrivá, fabulista de corps del ex diario de Pedrojota.

¿Amnistía? ¿Medidas de gracia? Ya, y una estatua ecuestre de Otegi en la entrada del Parlamento, no te joroba. Escapa a mis entendederas el porqué del monumental dislate en dos tiempos de Quiroga. Me apena, en cualquier caso, haber tenido que presenciarlo. Siempre he defendido, y me resisto a cambiar de opinión, que más allá de caricaturas facilonas, es una política que está muy por encima de la media de sensatez y valía de la mayoría de sus predecesores.

Madrid no se moverá

El Gobierno español no se va a mover. Primero, porque no tiene intención de hacerlo. Segundo y más importante, porque no tiene necesidad. Ninguna. Simplemente, las cosas le van bien como están o, enunciándolo de un modo un poco más cínico, no le van mal. Y esto debería haberlo previsto alguien porque tampoco era tan difícil sumar dos y dos. Bastaba recordar que incluso en los momentos más duros, ETA nunca representó un gravísimo problema para el Estado, estuviera su Ejecutivo en manos de quien estuviera. Se aparentaba que lo era en los discursos y, desde luego, en los medios, que convirtieron en (rentable) género la guerra del norte. Seguramente, no era plato de gusto acudir a funerales o saber que miles de personas vivían escoltadas. Sin embargo, las frías lógicas del poder, que no entienden de sentimentalismos ni de humanismos, maniobraron con despiadada pericia para hacer de la necesidad virtud. Al cabo resultó —y esto es algo que llevo repitiendo lustros— que la causa del unionismo español no tuvo aliado mejor que la existencia de la banda, cuyas acciones multiplicaban votos y, peor que eso, fueron coartada para una ristra de arbitrariedades sin cuento. Iniquidades como la ilegalización de Batasuna o el cierre de Egunkaria no solo no tuvieron la menor respuesta social fuera de Euskal Herria, sino que fueron recibidas con aplauso mayoritario.

Es de una candidez suprema pensar que justamente ahora, cuando todo lo que queda de ETA es tramoya simbólica, en Moncloa se va a actuar como no se actuó en los días del plomo. Al contrario, se seguirá agitando el espantajo de la bicha cual si aún supusiera una terrible amenaza. Y desde ya apuesto que ni el desarme ni la disolución cambiarán demasiado el planteamiento. Un columnista más avispado que el que suscribe terminaría proponiendo cómo variar tan desalentador panorama. Confieso humildemente y con tristeza que solo alcanzo a describirlo.

Del sufrimiento

Pablo Gorostiaga no ha podido despedirse de Judith, su compañera, que falleció durante la noche del pasado lunes. Se lo ha impedido la (despiadada) razón de estado torpemente travestida en burocracia. Hacía cuatro días que el exalcalde de Laudio, que fue uno de los condenados del macrosumario 18/98, había recibido en su celda de Herrera de la Mancha un permiso para lo que se sabía que inevitablemente sería la última visita. Pero el traslado se demoró. Se puede fletar un helicóptero para llevar puerta a puerta a alguien esposado a la Audiencia Nacional y, sin embargo, se hace un mundo encontrar un furgón de tres al cuarto para que un preso llegue a tiempo de decirle adiós para siempre a la persona con la que compartió su vida. Ya, claro… No hablamos de un recluso cualquiera, sino de uno de los que recibe una sentencia con propina: lo legalmente dispuesto más la cuota variable de venganza que toque en cada momento. Sin sanción social o, si cabe, con aplauso del respetable. ¿Quién va a protestar, aparte de los de siempre, por haber violentado las ordenanzas y disposiciones vigentes en perjuicio de un malísimo oficial? Un paso más allá, ¿quién se va a enterar siquiera de lo ocurrido? Estas noticias solo tienen difusión en un círculo muy concreto. De hecho, actúan como mensaje para que ese entorno tenga claro lo que está dispuesto a moverse el Gobierno, o sea, nada.

Tienen toda la razón quienes, a la vista de esta arbitrariedad de manual, denuncian la utilización perversa de la política penitenciaria que practican las autoridades españolas. Es rigurosamente cierto que se pone de manifiesto el afán de revancha. Pero no debería quedarse todo en indignación y rabia. Compartiendo y comprendiendo el sufrimiento de Pablo Gorostiaga quizá se pueda llegar a entender lo que sintieron tantísimas personas que tampoco tuvieron la oportunidad de despedirse de sus seres queridos. ¿Tan difícil es?

Don Tancredo gana

En el jardín de la actualidad proliferan las flores de un día. Lo que hoy concentra todos los focos y los flashes mañana será un recuerdo vago y pasado, menos que eso. El trastorno por déficit de atención es también una enfermedad social o, simplemente, un signo de estos tiempos en los que vamos tan deprisa a ninguna parte. De entre las mil y una tareas de cualquier gobierno, ninguna resulta tan útil para su supervivencia como conocer esta máxima y saber cabalgar sobre las urgencias efímeras en que se basa. Ya que le afeamos tantas cosas al instalado en Moncloa, habrá que reconocerle, sin embargo, un gran destreza, cercana a la maestría, en esta técnica que consiste en hacer la estatua y no inmutarse ante los chaparrones de titulares que se le vienen encima.

Encontramos el último ejemplo, que a estas alturas será solo el penúltimo, en la gestión de la manifestación del sábado pasado a favor —es uno de los enunciados posibles— del cambio de política penitenciaria. Por aquí arriba, hicimos un mundo del asunto, con cruces y contracruces de acusaciones, tarascadas, adhesiones, desmarques, equisdistancias y toda la parafernalia de rigor. Desde sus búnkeres, las huestes cavernarias aprovecharon también para desplegar su cacharrería de rancios epítetos y rasgados rituales de vestiduras. Los únicos que se mantuvieron ajenos a la coreografía, mirando de refilón o ni siquiera eso, fueron los teóricos destinatarios de la movilización convocada. Ni Rajoy ni los ministros de Interior y Justicia, directamente aludidos por lo que se reclamaba en la marcha, se dignaron decir esta boca es mía. Su desprecio consistió en no hacer aprecio. Y salieron con bien del envite.

Es cierto, hubo en la calle decenas de miles de personas. Innegable éxito de asistencia. Pero eso estaba amortizado. A la hora de pasarlo a limpio, estamos exactamente donde estábamos. Una nueva victoria para el tancredismo.

Ir o no ir

Caray con la ciclotimia vascongada. Un rato estamos de subidón, alucinando en colorines con la reconciliación, el relato compartido y demás tiroliros buenrollistas, pero al siguiente, volvemos a las patadas en la espinilla y al ten mucho cuidadito conmigo, que te conozco y sé dónde vives. Si Rajoy tuviera un minuto para dedicarle a los rescoldos de la guerra del norte, asunto que ahora mismo se la trae al pairo porque tiene otras urgencias y otros cuernos a punto de agarrarle el tafanario, estaría descogorciado de la risa contemplando el espectáculo. Don Mariano, que las lentejas se pegan. Déjalas, a ver si se matan entre ellas.

A lo que se intuye, no hemos llegado ni al prólogo del catón. Ante la convocatoria de una manifestación equis, es tan legítimo ir como dejar de ir. Pongamos la de mañana: acudir o apoyarla no te convierte en proetarra con balcones al calle —cosa así le están diciendo a Mikel Labaka—, pero quedarse en casa tampoco hace que quien opta por obrar así sea un fascista redomado ni un lacayo del Estado opresor. Hay muy buenos motivos para estar, como se verá en la más que segura masiva afluencia, pero también dignas razones para no estar. Es más, tanto las presencias como las ausencias pueden atender a planteamientos individuales muy diferentes entre sí. En este sentido, es muy revelador que en los últimos días haya habido varias personas que han sentido la necesidad de explicar por qué sí o por qué no se dejarán ver por las calles de Bilbao.

Haciendo la media de esas aclaraciones, todas muy respetables, resulta que hay un gran consenso en la cuestión de fondo —los derechos de las personas presas— y que las discrepancias están hacia la parte de la cáscara, si bien tocando carne en algunos casos. Positivo por una vez en mi vida, subrayo ese dato y llamo a quien corresponda a encerrar bajo siete llaves los fantasmas y los lenguajes del pasado. Que ya va siendo hora, joder.