Confieso mi fascinación por Isabel Díaz Ayuso. No como persona, ojo, sino como personaje. O si afino más, como fenómeno. Un fenónemo que, por demás, ha construido prácticamente ella sola. Y sí, ya sé que tiene como consejero áulico al inefable Miguel Ángel Rodríguez, tipo con acreditada falta de escrúpulos al que se atribuye la conversión de Aznar de mindundi en líder carismático de la derecha. Sin embargo, no creo que el influjo del pretendido gurú en el carrerón de la supernova madrileña vaya más allá de cuatro toquecitos de manual de asesoría política. Otra cosa es que el pelo de la dehesa machista haga ver incluso a los que van de feministas del copón que tras los logros de una mujer solo puede haber un hombre.
Ahí damos, precisamente, con una de las claves del éxito de Ayuso. Es tratada como tonta y loca por los más progresistas del lugar y ella consigue revertir los ataques a su favor como el judoca que aprovecha la fuerza del rival para derribarlo. En ese sentido, podríamos considerar que —¡toma paradoja!— sigue uno de los principios básicos del marxismo: pone al enemigo frente a sus contradicciones. Así es como va consiguiendo ganarse el favor no solo de ricachos sino de camareros con sueldos insultantes. Pero los que aspiran a derrotarla en las urnas el 4 de mayo parece que no se enteran.