Asegura el omnipresente Albert Rivera que se ríe cuando oye que su partido es el del Ibex 35. Supongo que lo que quiere decir es que se despotorra por dentro al pensar en las paletadas de panoja que recibe y en quiénes son los donantes, es decir, los prestamistas, detalle semántico que no puede perder de vista. Va aviado el efebo de La Barceloneta si cree que, llegado el momento, no tendrá que devolver en especie los chorretones de pasta que nos hacen preguntarnos retóricamente de dónde saca para tanto como destaca. ¿De cuándo acá a un partidito de provincias le llega para poner el careto de su líder a la norcoreana en la fachada de sendos edificios de la zona noble de Madrid?
Miren, ahora que lo pienso, sí hay precedentes de tanto dispendio por una causa similar. De cara a las elecciones de 1986 —ha llovido un rato—, algunas de las carteras más abultadas de España echaron la casa por la ventana para montar una guasa que se llamó Partido Reformista Democrático. Pusieron al frente de la cosa al padre de la Constitución, catalanista según y hoy abogado de infantas enmarronadas, Miquel Roca i Junyent. El objetivo entonces era atizarle un mordisco a la mayoría absoluta del PSOE felipista. Tal fue la tabarra que se dio con el invento en los meses previos a la cita con las urnas —igual que hoy con los naranjitos—, que nadie dudaba del éxito de la misión. Lo cierto es que cuando llegó la hora de contar, no llegaron a 200.000 votos. Ni un mísero escaño.
Tiene pinta de que esta vez el artilugio está algo mejor armado y no se repetirá el hostión. Pero quizá tampoco sea para tanto como algunos apuestan.