No me avergüenza confesar que mi argumento más sólido contra la prisión permanente revisable es el hecho de que su aplicación depende de la Justicia española. Me fío entre poco y nada del modo en que se puede utilizar la traída y llevada figura penal en un sistema que, de saque, contempla más años de cárcel para los jóvenes de Altsasu que para asesinos sin sentimientos como José Bretón. Por lo demás, después de haber visto cómo se retuerce la legislación —o se incumple sin ningún disimulo— de acuerdo con intereses políticos, como vemos con los presos de ETA o con los dirigentes del Procés encarcelados preventivamente, resulta difícil no sospechar de un uso a discreción de semejante herramienta para el escarmiento.
Me uno, por lo tanto, a la petición de derogación, no sin dejar de señalar, a riesgo de escandalizar a la concurrencia, que comprendo perfectamente muchas de las razones que aportan quienes solicitan mantenerla. Incluso aunque no fuera así, les aseguro que no perdería de vista que se trata de una evidente mayoría social, tanto en España como en Euskal Herria. Eso, como poco, merece un respeto que está brillando por su ausencia entre los que, curiosamente, se presentan como la releche en verso del progreso, la equidad, la democracia y me llevo una. Es un insulto inadmisible tratar como una turbamulta inculta y pastoreable a personas —millones, insisto— que tienen a bien pensar que además de la cacareada reinserción, el fin de una temporada entre rejas también es pagar por un acto que no debió cometerse. Sobra, una vez más, la estomagante superioridad moral de los castos, puros y justos.