En su haraganería argumentativa de aluvión, la derechaza españolera suele gustar de sacar el comodín de ETA al cargar dialécticamente contra el soberanismo catalán. Lo han hecho, sin ir más lejos, a cuenta de la última operación judicioso-policial que nos han ido novelando los medios de costumbre. Y ante todas esas bocachancladas, nosotros, que somos los justos, los ecuánimes y los buenos, hemos puesto el grito en el cielo. Que si cómo se atreven a utilizar el inmenso dolor de los años del plomo, que si qué vergüenza hacer politiqueo con la sangre derramada, que si no hay derecho a banalizar el terrorismo, y me llevo una.
Reconvenciones todas muy pertinentes, hasta que quien se saca de la sobaquera el paralelismo es el Molt Honorable President expatriado en el modesto queli de Waterloo. Primero en catalán y, después, por si hubiera dudas, en castellano, Carles Puigdemont mostró su fingida extrañeza porque se habla de aplicar a Catalunya el 155 cuando no se hizo en Euskadi en los tiempos en que ETA mató a mil personas. Solo con echarle media neurona, se diría que el tipo atribuye a los gobiernos vascos de entonces connivencia con la banda que se llevó por delante todas esas vidas. Losantos, Tertsch, Marhuenda o Inda en estado puro. O, vamos, Rivera, Casado y Abascal. Pero vayan y cuéntenselo a nuestros bien comidos y bien bebidos procesistas de salón —hablo de los del terruño—, que con alguna honrosa excepción, han salido en bloque a aplaudir al intocable de Flandes y, en el mismo viaje, a ciscarse en el nacionalismo mingafría que no tira de su pueblo hacia el abismo y la frustración. Voy a por mi armadura.