La condena va camino de convertirse, si no lo es ya, en género literario. Y de propina, en fiel autorretrato de quien la avienta. Incluso utilizando fórmulas de plantilla, por entre las rendijas de los tópicos quedan a la vista las nada lustrosas verdaderas intenciones.
Lo acabamos de ver en las jaculatorias que han seguido al brutal puñetazo que recibió Mariano Rajoy anteayer en Pontevedra. Salvo en contadísimos casos, la repulsa ha ido acompañada, como las galletitas de la suerte, de un mensaje personalizado y, desde luego, nada inocente. Empezando, claro, por los propagados por las huestes del agredido, que buena prisa se dieron en adosar a la reprobación un dedo señalando a todos en general y a Pedro Sánchez —pobriño— en particular. Curiosamente, los aludidos se daban por tales, y tras la frase de repudio de rigor (o antes, según los casos) dejaban caer que ellos no tenían nada que ver.
Un par de corcheas y de rizos rizados más arriba, debemos contar los lamentos con olor a disculpa, cuando no a celebración. De entre las decenas de ejemplos, quizá el más flagrante sea el tuit del eurodiputado Florent Marcellesi —siento mucho que haya sido él—, que terminaba diciendo: “¡Eso sí, la hostia hay que dársela el domingo en las urnas!”. Y a partir de ahí, barra libre para los que farfullaban que vale, que el trompazo tuvo que doler, pero que para dañinas, las medidas del gobierno del PP. Fuera de concurso, los que, calculadora en mano, execraban del soplamocos única y exclusivamente por los posibles votos de más que podría recibir el que lo encajó. ¿Deslegitimar la violencia? Qué risa más triste.