Desde estas humildes líneas, me sumo a la iniciativa por la libertad de Rafa Díez Usabiaga. Lo hago enfatizando la pluralidad de quienes la han impulsado. Podrá parecer una anécdota, pero es algo más que una grata sorpresa encontrar a un exgobernador civil de Bizkaia —Daniel Arranz— entre las adhesiones.
Respecto a los motivos, poco que decir. Resulta frustrante explicar lo obvio. Como todos sus compañeros del funesto caso Bateragune que tuvieron que comerse hasta el último día de prisión, Díez Usabiaga es víctima, en el mejor de los casos, de la incapacidad de la Justicia española para reconocer un error clamoroso. El tiempo y los hechos —el jueves se cumplen cinco años del comunicado de cese de las acciones armadas de ETA— han demostrado que fueron condenados por exactamente lo contrario de lo que hicieron. Desde luego, si hubieran sido culpables de lo que se les acusaba, el desenlace habría sido otro. Probablemente, aún seguiríamos lamentando asesinatos.
Y ya digo que esa, la de la equivocación que cabría asumir y rectificar, es la teoría más favorable. La mayoría de ustedes y yo sospechamos, con bastante base, que detrás de este atropello continuado ha habido una clara intencionalidad. No es difícil tampoco poner nombres y caras a los elementos del conglomerado político-judicial que perpetraron la injusticia. Qué menos que recordar al ministro de Interior de aquellos días infames, Alfredo Pérez-Rubalcaba, y al juez que le puso barniz legaloide, un tal Baltasar Garzón Real, hoy honda y profusamente aclamado por cierta progresía como paladín de la Democracia y mártir del Sistema. Gran paradoja.