Uno de los grandes caballos de batalla en la bronca/debate sobre Kutxabank —como lo fue en la saga fuga de la CAN— es la obra social. Cuando los promotores de la conversión de las cajas en fundaciones bancarias nos cuentan las bondades de su modelo, remarcan con fosforito que por ese lado no hay nada que temer y nos silabean que, de hecho, lo que se ha pretendido con la discutida fórmula es poner a salvo ese capítulo. Desde enfrente, los que claman contra lo que califican como privatización sitúan en la cúspide de los males del proceso emprendido la pérdida de esas cantidades destinadas al bien común. Unos y otros parecen tener claro que para la defensa de su postura o, lo que es lo mismo, para la venta de su mercancía dialéctica y la consiguiente suma de adhesiones de entre el común, es imprescindible que hagan bandera de la obra social.
Sabiendo que rozo el tabú, me atrevo a pedirles que reflexionen un par de segundos en el concepto. ¿No les suena, aunque sea solo un poquito, a eufemismo para decir beneficencia? ¿No le ven ese toque del capitalismo paternalista de los economatos y el paquete de navidad que dejaba claro quién estaba en condiciones de dar y quién en condiciones de recibir con gratitud? Si bucean en el origen histórico de las entidades, verán que hay bastante de eso. Y si repasan los fines a que se dedican esos pellizquitos del negocio de prestar con interés —¿o estamos hablando de otra cosa?—, comprobarán que se trata de asuntos que deberían estar cubiertos por lo público. Me refiero a lo genuinamente público, o sea, a lo que sale directamente de los impuestos. Ahí lo dejo.