Tenemos el callejero, los pedestales y las enciclopedias a reventar de malnacidos que pasan por héroes o, en el mejor de los casos, por modélicos ciudadanos que dedicaron sus días a aumentar el caudal de la felicidad común. Una vez elevados a los altares, basta una mano de barniz para tapar todos sus hechos de sangre y fuego y trocarlos por memorables gestas y largas hojas de servicio al pueblo. El prodigio es que hasta los testigos y no pocas de las víctimas acaban comiéndose con patatas el recauchutado de los bruñidores de vidas ejemplares y los bribones pasan a la Historia vestidos de benefactores de la Humanidad.
¿Que cite un nombre? Lo tienen en todos los periódicos de ayer, glosado -salvo honrosas excepciones- con una prosa que va de lo babosamente simpático a lo descaradamente hagiográfico y entregado. Y eso que Manuel Fraga sólo se retira (con 36 años de retraso) de la política activa. Cuando se produzca lo que sus viejos compañeros de armas e infamias llamaban “hecho biológico”, será mejor que nos exiliemos durante todo el luto oficial porque no vamos a ganar para bilis. Al tiempo, si no lo canonizan o exhiben su cuerpo incorrupto junto a los leones de la Carrera de San Jerónimo.
Espero no ser el único incapaz de tragar con el retrato de entrañable viejecito cascarrabias que nos han pintado en su tardía despedida. Ese apergaminado señor de la silla de ruedas que ha ejercido de momia viviente en el Senado en los últimos cuatro años tiene varios armarios llenos de cadáveres. Ojalá fuera sólo una metáfora. Pero no. Los cinco muertos de Gasteiz y los dos de Montejurra no le son -y esto es un eufemismo- en absoluto ajenos. Eso, sin contar con las ejecuciones decretadas por aquel a quien el león de Villalba llamó “su excelencia” durante el cuarto de siglo que le hizo de alfombra. Jamás nadie le ha escuchado el menor arrepentimiento por todo aquello. Al contrario: está orgulloso.