El PSOE da la espalda al 3 de marzo

Menudo carrerón que lleva el PSOE. Y ya no les hablo del Sáhara, sobre lo que me extenderé en las líneas de abajo. Hace dos semanas bloqueó la posibilidad de reabrir judicialmente el caso Zabalza. Hace siete días tumbó la posibilidad de una reforma del código penal que facilitara la investigación de crímenes del franquismo. La última, de momento, fue ayer cuando sumó sus votos a PP, Vox y Ciudadanos en la Junta de portavoces del Congreso para impedir la creación de una comisión de investigación sobre los sucesos del 3 de marzo de 1976 en Gasteiz.

Como en los casos anteriores la explicación ha sido un monumental encogimiento de hombros acompañado de excusas de pésimo pagador que básicamente se reducen a dos: no se puede o no toca. En el caso de los asesinatos de los trabajadores de la capital alavesa se ha añadido el célebre comodín de la inutilidad de las comisiones parlamentarias. Si tan claro lo tienen, deberían empezar por no solicitar ninguna (cuando gobernaba Rajoy se hinchaban a reclamarlas) o, directamente, por plantear la desaparición total del instrumento. Seguro que nos ahorrábamos tiempo, dinero y sofocos como este último y los anteriores que ustedes y yo sabemos que solo tienen una explicación: hay cuestiones que todavía son “de estado”, o sea, literalmente intocables. Es simple identificarlas. Basta mirar las mayorías que se forman para echar abajo cualquier intento de descorrer los velos que cubren los tabúes. Sistemáticamente, el PSOE se alinea con las formaciones que el resto del tiempo no duda en calificar como de extrema derecha. Y de postre, Adriana Lastra expide certificados de dignidad.

3 de marzo, 45 años

Sin desdeñar ninguno, de los aniversarios que se nos han venido y se nos vienen encima estos días, me quedo con el de hoy. 45 años de la matanza de Gasteiz. Por fortuna, a diferencia de muchísimos otros casos, esta vez sí se ha conseguido mantener vivo el recuerdo de lo que el propio patrullero que hablaba por radio con sus jefes calificó como masacre. Desde el primer minuto, prácticamente desde el conmovedor e indescriptible funeral por los cinco asesinados, los supervivientes, las familias, el movimiento obrero, la mayoría de los partidos políticos y una parte no pequeña de los vecinos de la capital alavesa se conjuraron contra el olvido. Y con los años entrarían también las instituciones, aunque no todas: las gobernadas por el PP siempre evitaron no ya la condena, sino una mínima reprobación.

Esa cerrilidad con aroma culpable no ha impedido, como digo, que en Gasteiz —y diría que en cualquier lugar del Estado— se tenga una conciencia muy nítida de la injusticia todavía sin reparar que cometieron hace tres decenios y medio personas cuya responsabilidad tampoco ha sido señalada por los órganos supuestamente competentes. Ese debería ser el siguiente paso. Sin ánimo de venganza, y aunque ni siquiera acarree consecuencias penales, es necesario que quede claro quiénes fueron los culpables.

El 3 de marzo, en Europa

42 años después, la matanza del 3 de marzo de 1976 en Gasteiz ha llegado al Parlamento europeo. Es decir, a uno de sus organismos casi arcanos para el común de los mortales, con un nombre, por demás, que a los que somos de natural escéptico nos hace pensar en una suerte de dispensario burocrático para el derecho al pataleo: Comisión de Peticiones. Y no se crean que es tan fácil situarse a pie de ventanilla. Por lo que contaba hace un par de días en Onda Vasca la eurodiputada Izaskun Bilbao Barandika, ha habido que batirse el cobre durante meses para que Nerea Martínez y Andoni Txasko, portavoces incombustibles e imprescindibles de Martxoak 3, fueran escuchados ayer en Bruselas.

Por lo demás, casi sonroja lo primario de la reclamación que toca seguir difundiendo a los cuatro decenios largos del asesinato de los cinco de Zaramaga. El puro catón: verdad, reparación, justicia y como resumen y corolario, fin de la impunidad. Se imagina uno la cara de pasmo del auditorio al ser informado de que hasta la fecha, ningún gobierno español —da igual su color— ha hecho absolutamente nada siquiera para reconocer que aquello ocurrió, que tuvo unos culpables en diferente grado y, desde luego, que las víctimas y sus familias merecen, además de un trato humano, la misma consideración que cualquiera de las muchísimas personas que han sido objeto de sufrimiento injusto. No se pide nada más que eso. Y nada menos. Cuesta trabajo creer, aunque desgraciadamente los hechos confirman que ha sido así, que cada gabinete que ha sucedido a aquel presidido por el inefable Arias Navarro se haya alineado sistemáticamente con los asesinos.

3 de marzo, no tocar

Para una juez de Gasteiz, la matanza del 3 de marzo de 1976 es una cuita del pasado que no hay que remover. A instancias, cómo no, de la peculiar fiscalía de Araba, su señoría ha desestimado la querella de las Juntas Generales del territorio bajo una de esas argumentaciones entre la perogrullada y el encaje de bolillos que tan queridas le son al gremio de las togas y las puñetas.

En la versión corta, y aunque cupiera tipificarlos como asesinatos u homicidios, la cosa se resume en que los hechos está prescritos. Nos ha jorobado, diríamos los legos. Ya imaginábamos que era así, y es de cajón que por eso mismo, lo que se pide en la denuncia es que se califiquen los sucesos como delitos de lesa humanidad, que son los no sujetos a caducidad. Pero ahí es donde viene el jeribeque judicioso. Como quiera que la ley que introduce la figura de delito de lesa humanidad en el derecho penal español es de 2003, se concluye que no cabe aplicársela a acontecimientos anteriores a su promulgación.

Seguramente, es un razonamiento técnicamente irrefutable. Tanto como moralmente injusto y hasta mezquino. Mucho más, si tenemos en cuenta que lo que buscan esta y otras querellas no es llevar a la cárcel a los culpables de la masacre que siguen con vida, sino determinar su responsabilidad criminal en lo que el tristemente célebre policía de la grabación denominó “la paliza más grande de la Historia”. No tiene ni medio pase que 41 años después de aquella actuación policial a sangre y fuego, la versión oficial, amén de dejar marchar de rositas a quienes la ordenaron y ejecutaron, siga convirtiendo a las víctimas en verdugos.

Contra el olvido

Con el rostro pétreo de costumbre, Javier Maroto hace un birlibirloque de unas viejas palabras de Xabier Arzalluz y termina recetando inyecciones de olvido a las víctimas del 3 de marzo. Su consejo, pasar página. La náusea es inmediata. Y con ella vienen la indignación, el dolor, la incredulidad y la sospecha —una vez más— de que el exalcalde de Gasteiz no tiene corazón.

Sé que es duro lo que acabo de escribir, probablemente mucho más que cualquiera de las mil y una invectivas que le he lanzado a lo largo de los años. Sin embargo, no se me ocurre otro modo de referirme a alguien que sale sin ambages en defensa de los oscuros verdugos ideológicamente no lejanos que provocaron la matanza. Después de cuarenta años de negación, de justificación, de ninguneo, de inconmensurable agravio comparativo, un individuo en calidad de portavoz municipal de su grupo político se permite abogar por la amnesia voluntaria. No cuesta demasiado imaginar lo que —¡con toda la razón del mundo!— diría Maroto frente a quien propusiera echar tierra sobre los asesinatos y las extorsiones de ETA.

Y este es el punto en que las presentes líneas se vuelven reversibles. No, no, y un millón de veces no a cualquier forma de cierre en falso. Dos millones si se tratan, de acuerdo a la costumbre, de desmemorias selectivas, es decir, sectarias. Vale ya de esa trampa inmoral que consiste en exigir que se llegue hasta el fondo de estas responsabilidades mientras se demanda el pelillos a la mar para aquellas. Si de verdad pensamos que todo el sufrimiento es uno —por desgracia, me temo que no es así— deberíamos conjurarnos contra el olvido.

¿Estación Adolfo qué?

Javier Maroto se sueña una mezcla de Cuerda, Azkuna y Giuliani, pero lo que ha demostrado desde que tomó la vara de mando en Gasteiz es que sus habilidades son las de un mediano concejal de parques y jardines. Por lo que le gusta meterse en estos últimos, digo. La más reciente incursión, la del bautismo por sus narices de la futura estación de autobuses, sobrepasa la anécdota para instalarse en la categoría. Concretamente, en la de alcaldada de manual, subsección gran cantada de muy difícil salida.

Y seguro que en su cabeza era una magnífica idea. Sin decir una palabra a nadie —probablemente ni a los representantes de su partido—, le suelta el chauchau al periódico amigo y acto seguido, lo larga en Twitter. Donde el regidor esperaba una ola de admiración y entusiasmo, hubo un torrente de cagüentales, incredulidad y despiporre. De propina, el favor que pretendía hacerle a la memoria de Adolfo Suárez (por la vía de hacérselo a sí mismo) se ha tornado en gran faena. En lugar de dejarlo descansar en paz, que ya va siendo hora tras el maratón de loas de a duro, lo sitúa en el centro de una bronca en la que tiene todos los boletos para salir mal parado. Porque, efectivamente, aunque no fue, ni mucho menos, quien ordenó la matanza del 3 de marzo de 1976, tampoco fue ajeno a ella. Es un dato histórico que, en ausencia de Fraga, le encalomaron la gestión de la sangre que ya había corrido. Se cuenta que su decisión de no decretar el estado de excepción evitó una tragedia mayor. Pero eso no le libra de haber formado parte de un atropello que los vitorianos no olvidan. Salvo, Maroto, por lo visto.

Fraga y la rabia

Para que luego vengan a moralizarnos por aquí arriba con lo del arrepentimiento y la petición de perdón, el llamado león de Perbes ha estirado la zarpa sin haberse aplicado jamás ni a lo uno ni a lo otro. Es más, cuando aún respiraba, cada vez que alguien le insinuaba que tal vez había algunos episodios de su pasado de los que era posible que no se sintiera satisfecho, su respuesta era un bufido y una reafirmación. Creo, de hecho, que eso es lo único que se le puede reconocer al glorificado fiambre: a diferencia de otros franquistas conspicuos que se rociaron de pachulí democrático y nos vendían la moto de que “aquello había que entenderlo en su contexto”, Manuel Fraga nunca dejó de reivindicar sus fechorías. Si le mentaban a Julián Grimau o a los asesinados en Gasteiz o Montejurra, en lugar de achantarse y contemporizar, sacaba pecho y bramaba que volvería a hacerlo.
Ahora ya sabemos que no solamente no pagará por esos crímenes, sino que además, pasará a la Historia como santo varón de la libertades, padre fundador de la nueva Hispania y egregio arquitecto del Consenso patriotero. Pensando en la sangre y en el sufrimiento que provocó, es descorazonador, pero no deberíamos dejarnos llevar por el desaliento ante la torrentera de elogios fúnebres que ha seguido a su desaparición física. Eso venía en el guión y no puede sorprender ni arredrar a los que desde el minuto uno de esa engañifa que bautizaron “modélica Transición” son —somos— plenamente conscientes de lo que quería decir el bajito de Ferrol con lo de “atado y bien atado”.
Muerto Fraga, no se va con él la rabia. Se queda entre nosotros que, en vez de envenenarnos con ella, habremos de transformarla en memoria comprometida e indeleble de sus víctimas. Eso, mientras señalamos con el dedo y distinguimos con un profundo desprecio a la plétora de dolientes que han corrido a delatarse como sus legítimos y orgullosos herederos.