La vida mata. Es la única evidencia científica a la que aferrarse. Un disparo de Kalashnikov, una ensalada de pepino, el alero de un tejado sin revisar o un extorero invadiendo nuestro carril a toda pastilla pueden salirnos al encuentro en el momento menos pensado y mandarnos prematuramente a ese árbol que hay en todos los pueblos para colgar las esquelas. Una vez ahí, dejarán de ser de nuestra incumbencia todas esas bagatelas -pactos postelectorales, penaltis injustos, tradiciones populares arrojadizas- que nos entretienen hasta que llega el instante en que un forense anota el día, la hora y el minuto de la parada cardio-respiratoria. Luego, seremos un recuerdo que, por más que nos hayan querido, se irá difuminando hasta tender a cero. Literalmente, no somos nada.
¿Y este arrebato filosófico-determinista? Comprendo su confusión, pero deben echarle la culpa a la OMS, que desde hace dos días me tiene reflexionando sobre el sentido de la existencia a cuenta del informe -o lo que sea- que advierte que los teléfonos móviles son potencialmente cancerígenos. No dicen ni que sí ni que no. Lo dejan en un quién sabe más dañino que cualquier certeza.
Ni siquiera aclaran si “posible” es sinónimo de “probable”. Los muy taimados expertos tiran la piedra, esconden la mano, y allá se las apañe cada cual con sus miedos. De un rato para otro, los más pusilánimes empezamos a pensar que hacer o atender una llamada es pagar un pequeño plazo del futuro tumor cerebral. Lo peor es que, como además de pusilánimes, somos tremendistas, nos resignamos al eventual suicidio por entregas, incapaces de renunciar, a estas altura de la era tecnológica, a esa cajita mágica que nos tiene siempre localizables.
Supongo que es inútil pedir más luz a quien sepa del asunto. Los heraldos del apocalipsis sostendrán que el móvil es un arma mortífera y sus primos requete-escépticos dirán que un vaso de agua es más nocivo.