Esta vida de navaja suiza que llevo me ha obligado a rechazar con todo el dolor de mi corazón la invitación para participar en el Fórum Telepolitika, que mañana y pasado reunirá a un puñado de apasionados de la comunicación pública en la renovada y coquetona Alhóndiga de Bilbao. Si, como a mi, les gusta meter la nariz en el doble o triple fondo de la política, les recomiendo vivamente que se den una vuelta por el antiguo almacén de vinos o, en su defecto, que traten de buscar las noticias sobre el encuentro. Además de como entretenimiento, les servirá como vacuna, siquiera mínima, ante la epidemia de coladores de gatos por liebres que asola el menú informativo.
Para que se hagan una idea del tipo de asuntos que se abordarán, les cuento que a mi me habían propuesto una ponencia que respondiera a esta sugerente pregunta: “¿Qué debe hacer un político para caerle bien a un periodista?” Si no les parece mal -y si sí, sospecho que también-, voy a utilizar lo que me queda de esta columna para darle media vuelta al goloso interrogante.
De saque, y a la gallega, contesto con otra pregunta: ¿Por qué tiene que esforzarse un político en resultarle simpático a un periodista? En un mundo ideal, no habría motivo. Bastaría una relación natural; cordial, si llega al caso, pero manteniendo siempre una sana distancia. Sana para ambos, pero sobre todo, para los destinatarios de los respectivos mensajes, que en definitiva son los mismos: ustedes, sí, ustedes.
Otra vez el ego
Mucho me temo, sin embargo, que una vez descendemos a la realidad, al barro de todos los días, las cosas no funcionan así. Y lamento decir que en la mayor parte de los casos la culpa es de los de nuestro gremio, y más concretamente, del ego talla XXL que gastamos. Por alguna extraña razón, la presunción de cercanía personal -no digamos ya de amistad- con un político o una polítca opera en el oficio como una suerte de condecoración. Como tal se exhibe ante el resto de la tribu, y no son pocas las veces que he asistido a patéticas competiciones para dirimir quién goza de mayor grado de proximidad o es distinguido con confidencias más suculentas.
Ahí está la respuesta. ¿Qué debe hacer un político para caerle bien a un periodista? Poca cosa, la verdad. Reírle tres gracias, pasarle la mano por la espalda, invitarle a un café y a unas pastas en su despacho, enviarle una postal autografiada por navidad, hacerle partícipe de cualquier simulacro de off the record bajando la voz. No hay mucho más misterio. Esa es la tarifa oficial.