Mudanza

Por desgracia, es demasiado habitual, prácticamente una rutina, que los gobiernos que saben que se van apuren su mandato hasta el filtro. De pronto, entran las urgencias, y quienes no han dado un palo al agua en toda la legislatura se entregan, a riesgo de infarto o ciática, a una actividad febril. En realidad, a dos. La primera consiste en el borrado de pruebas a toda pastilla o, en los casos en que no es posible, en su sepultura bajo alfombras, triples fondos o tapas de carpeta con las etiquetas cambiadas. Hay quien, sumando la hijoputez innata y la derivada del escozor por tener que entregar el juguete a otro niño, incluye en esta tarea la destrucción indiscriminada de cualquier material que pueda resultar útil a los nuevos. Hasta el más insignificante directorio telefónico es bueno para la trituradora de papel o la función Delete. Que se jodan y empiecen de cero, bastante que no nos llevamos la grapadora, el pegamento de tubo ni la caja de clips.

La otra labor frenética del tiempo de descuento busca pasarse por la sobaquera la fecha de caducidad. Se trata de dejar atornillados a poltronas y canonjías existentes o levantadas ex-novo a la mayor cantidad posible de centuriones que de otro modo quedarían con una mano delante y otra detrás. Entran ahí las personas físicas, blindables en fundaciones y demás trapisondas públicas o parapúblicas, y las jurídicas, a las que se les prolonga la mamandurria vía plicas ajustables a la medida deseada.

Como escribía, esta acelerada carrera contra el reloj para legar una herencia infiltrada acompaña sin remedio a cada mudanza gubernamental. Es algo tan asumido, que incluso las leyes, por lo menos en esta parte del mundo, no ponen el menor reparo. De ese modo, el límite de desparpajo lo marcan los salientes. Hasta ahora, solía haber un miligramo de decoro en el indecoro y los que cesaban se cortaban un pelo. Pero nada es para siempre. Al tiempo.