Jamás me alegrará la muerte de nadie. Otra cosa es que no lamente todas con la misma intensidad. Exactamente como cualquier persona. No creo ser único en esto. En cualquier caso, en lo que sistemáticamente no caigo es en la creencia estúpida de que irse al otro barrio convierte a alguien en buena persona. Quizá, con el cadáver caliente, proceda morderse la lengua en una actitud que es no tanto de respeto como de renuncia voluntaria a decir en voz alta lo que cualquiera debería saber sobre el finado. Total, ya qué más da.
Y ese principio apliqué el pasado viernes al tener conocimiento del fallecimiento de José Antonio Troitiño, autor, que se sepa, de 22 asesinatos a cada cual más despiadado y de los que jamás expresó nada remotamente parecido al arrepentimiento. El mero enunciado de lo que acabo de escribir hace innecesario cualquier otro añadido. Pensé tan sincera como ingenuamente que ese silencio de los que no queremos embarrar el campo tendría su correspondencia entre los prójimos de militancia del difunto. Poco tardé en comprobar mi fallida apreciación. Por brutal que pueda parecer (en realidad simplemente es ilustrativo), los más destacados portavoces de la segunda formación política de la CAV y sus mariachis mediáticos corrieron a convertir semejante trayectoria sanguinaria en objeto de glosa heroica. Se habló sin tapujos de su sonrisa, de su luz, de su ejemplo, de su contribución a la lucha del pueblo vasco y se acusó de óbito a la “política penitenciaria asesina”. Qué palabra, esa última, para escribirla y pronunciarla junto al nombre de alguien que se ha llevado por delante veintipico vidas.