Ni tanto ni tan Wert

Habrá que reconocerle a Wert su capacidad para convertir mangurrinadas en debates públicos o, como poco, en material de parrapla de aluvión arrojadiza. Si se fijan, verán que cuando las suelta, le sale un brillo en los ojos y se percibe un leve temblor en la comisura de su labio superior, claros indicadores de que sabe que va a liarla parda y que está encantado de que sea así. Lo de menos es la melonada que ponga en circulación y, de hecho, si hay que corregir a las 24 horas, como ha sido el caso, se hace. Pero, ¿y lo machote e importante que se ha sentido viéndose una vez más en lengua de todo quisque? Para este rato, seguro que ya tiene pensadas las quince siguientes, en la certeza de que no va a haber una que no cuele.

Ese es otro mérito que no se le puede negar al antiguo tertuliano: allá donde coloca el capote, surgen miles de cuernos prestos a embestir con memeces, como mínimo, del calibre de la provocación inicial. En esta cuestión de las becas y las notas medias para acceder a ellas hemos escuchado, por supuesto, atinadísimos y muy ponderados argumentos basados en la justicia social y en la igualdad de oportunidades, principios de los que el ministro hacía mangas y capirotes en su largada. Sin embargo, en la marabunta dialéctica han entrado de matute no pocas consignas de todo a cien —tuiteadas con reveladoras faltas de ortografía en algunos casos— que venían a reclamar el obsequio de un título universitario como derecho inalienable de todo aquel o aquella con orejas y nariz.

¿Será muy facha decir que ni tanto ni tan calvo? Me arriesgaré a hacerlo. Por respeto a la Universidad y, en un sentido más amplio, a la educación, que para mi es indisociable del esfuerzo, de una cierta disciplina y de unas gotas de merecimiento. Lo repetiré así ante el preceptivo pelotón de acollejamiento, convencido de defender valores más cercanos al progreso que a la reacción, aunque ya no se lleven.

Juicio a la Universidad

Hay un célebre enunciado con truco para poner en evidencia el funcionamiento imperfecto de los mecanismos mentales. Se le dice a alguien de corrido que Hitler ordenó exterminar a los judíos, los gitanos, los homosexuales y los carniceros. Nueve de cada diez personas sometidas a la prueba reaccionan preguntando por qué a los carniceros. De algún modo, se da por asumido que había motivos para perseguir a los otros grupos nombrados. Evidentemente, la sorpresa se manifiesta solo en el bote pronto y como fruto de la trampa. Basta medio segundo para que reaparezca la sensatez.

Cuento esto porque yo mismo acabo de morder un cebo parecido. Cuando leí que mañana van a juzgar a dos profesores de la universidad pública vasca a los que se acusa de prevaricación por haber matriculado a dos deportados de ETA, lo primero que me salió de ojo fueron los nombres. ¿Xabier Aierdi y Enrique Antolín? Pero si… Ahí mismo frené, porque me di cuenta de que lo siguiente era aceptar que si se hubiera tratado, pongamos, de Karmelo Landa, el asunto habría resultado medianamente lógico. Pues no, estaríamos ante idéntico atropello. Y el hecho de que el juicio tenga lugar en el presunto nuevo tiempo tampoco lo convierte en una arbitrariedad mayor. En el viejo habría sido igual de denunciable.

Antes y ahora, aquí y en la luna, independientemente de la filiación y la biografía de quien se siente en el banquillo o del signo zodiacal bajo el que se celebre, esta actuación judicial es un desmán. Como han expresado atinadamente los más de mil compañeros de la UPV/EHU que han firmado un manifiesto de apoyo a los encausados, cualquier docente podría haber corrido la misma suerte que Aierdi y Antolín, que lo único que hicieron fue cumplir una función que tenían encomendada. Por haberlo hecho están —qué ironía más siniestra— imputados por prevaricación y ante una petición de ocho años de inhabilitación. Y le llaman Justicia.

El hijo del obrero…

Aunque por entonces era un pipiolo que acababa de llegar a la secundaria —BUP, en la nomenclatura de la época—, tengo un recuerdo nítido del primero de mayo de hace treinta años. Sobre todo, de una de las consignas que grité a pleno pulmón junto a mis compañeros de instituto precozmente ideologizados: “¡El hijo del obrero, a la universidad!”. Tres cursos y una selectividad aprobada después, mi padre, que era un frigorista que no siempre cobraba a fin de mes, tuvo que pedir prestadas a una amiga de la familia las treinta mil pesetas (más de la mitad de su incierto sueldo) del primer plazo de la matrícula de Periodismo en la UPV. Cuando estaba a punto de vencer el segundo sin posibilidad de hacerle frente, llegó una beca salvadora por importe de la cantidad exacta. Si bien no podía comprar la mayoría de los libros obligatorios y más de una vez me tuve que hacer a pie los cinco kilómetros que separaban el campus de mi casa, conseguí que el toro mecánico de la pasta no me descabalgase de la llamada enseñanza superior.

No es una historia excepcional. Buena parte de los que compartían aula conmigo pasaron por tragos similares que, mirándolos en positivo, nos sirvieron para saber lo que valía un peine y para dejarnos los cuernos en obtener aquel papel que te daban al llegar a la meta. Las generaciones que fueron viniendo después lo tuvieron algo menos difícil. Pronto lo normal, por lo menos en las universidades públicas, fue que los pupitres estuvieran ocupados mayoritariamente por hijas e hijos de familias de bolsillos no muy abultados… aunque fuera para convertirse en futuros titulados en paro o que jamás trabajarían en lo que habían estudiado.

Pero eso también va a cambiar. Como hace tres décadas, el curso que viene a muchos alumnos no les saldrán las cuentas. El próximo martes, que es primero de mayo, volverá a tener sentido gritar: “¡El hijo del obrero, a la universidad!”. Otra vez.