Hubo un tiempo en que a los diez días de comenzadas las vacaciones me entraba una cierta morriña del teclado y el micrófono, y a los quince, estaba que me subía por las paredes del monazo. Se me hacía eterna la holganza y, como a veces me pillaba en lugares recónditos, para combatirla era capaz de pegarme una kilometrada hasta encontrar un kiosco donde surtirme de cinco periódicos en el idioma que fuera. Habrá compañeros de retén estival que recuerden mis inopinadas llamadas telefónicas a redacción, así como al despiste, que empezaban siendo un qué tal os va la vida y acababan como un detalladísimo boletín informativo sólo para mis oídos. Con eso tenía para ir tirando durante unas horas… hasta que delante de una de esas maravillas con cinco estrellas en las guías de viaje, empezaba a preguntarme qué se me había perdido a mi allí y mi mente comenzaba a fantasear con que era septiembre avanzado y yo nadaba entre historias que contar.
Ya no me pasa. No sabría decir desde hace cuánto, pero el gran descubrimiento de los últimos veranos —junto a que soy capaz de ponerme bermudas y sandalias— es que puedo vivir de espaldas a la actualidad sin sentir otra cosa que pequeñas y cada vez más infrecuentes punzadas de curiosidad sobre lo que estará ocurriendo. Más que eso: en ocasiones, huyo deliberadamente de cualquier artilugio susceptible de ponerme al día o cambio de conversación cuando algún bienintencionado me pregunta sobre esto o aquello con lo que abren los telediarios. Por fin voy entendiendo ese verbo, “desconectar”, que me sonaba a herejía o imposible metafísico.
No les cuento todo esto con ningún propósito definido. De hecho, es prácticamente un autoplagio de la columna de regreso de hace exactamente un año. Tómenlo como unos ejercicios de calentamiento para devolver a los dedos y las neuronas la flexibilidad perdida por falta de uso. Aguarda, mucho me temo, un curso muy duro.