De vuelta

Un obispo manosea a una estrella musical en el funeral de Aretha Franklin. En el de John McCain, el mejor político republicano de las últimas décadas, brilla por su ausencia el presidente republicano de los Estados Unidos, que aun tiene el cuajo de echar una pedorreta en Twitter cuando la hija del finado proclama que no hace falta volver a hacer grande a América porque nunca ha dejado de serlo. Al tiempo, en el mismo continente, pero unos dedos más abajo en el mapa, una multitud protesta porque una Justicia de dudosa imparcialidad impide que se presente a las elecciones un antiguo presidente al que han pillado en un marrón del tamaño de la catedral de Sao Paulo. Y si proseguimos el descenso hacia el sur, nos damos de bruces con la Historia repitiéndose a sí misma —como farsa, diría Marx— en Argentina, de nuevo a las puertas del corralito.

Más cerca, la bronca que no cesa va de poner y quitar (sobre todo, de quitar) lazos amarillos, aprovechando el viaje para vender motos averiadas que, por lo visto, hay mucha peña dispuesta a comprar. De propina, un cansino culebrón protagonizado por postureros en contra y a favor de exhumar o no los restos de un dictador. Los herederos de los que ganaron la guerra (in)civil no quieren perderla, y los que se dicen continuadores de los que la palmaron creen en su inmensa inocencia veteada no pocas veces de falta de lecturas que el gesto supone la victoria final. Y luego, claro, lo de los partidos del (¡todavía!) llamado Gobierno del Cambio en Nafarroa jugando a la rana y el escorpión. Pues esa es la actualidad que nos toca contar. Y lo haremos. Es un placer estar de vuelta.

Por qué los matan (2)

Como certeramente me apuntaron numerosos lectores, en la columna sobre los vomitivos justificadores de las matanzas en nombre de Alá, dejé sin citar una de las inevitables martingalas que gastan estos fulanos: la de la supuesta desproporción en el tiempo que dedicamos los medios a las carnicerías en función de dónde se hayan producido. En su absoluta seguridad de estar en posesión de la verdad imposible de rebatir, nos interpelan a los tontos que son sabemos hacer la o con un canuto sobre las razones por las que no convertimos en noticia de portada y motivo de tertulia cada uno de los diez coches bomba que estallan a diario en Kabul, Mosul o Bagdad, o las decenas de víctimas inocentes de los bombardeos en, pongamos, Siria, que es el único sitio donde les suena que hay una guerra. “¡Pues a mi me duelen más los niños de Alepo que los de Manchester!”, llegué a leer en ese vertedero de bilis e hijoputismo llamado Twitter.

Ya hace años, David Jiménez, un reportero que se ha jugado el culo en varios puntos calientes del planeta y efímero director de El Mundo, trató de explicar a esta panda de gañanes el mecanismo del sonajero sobre lo que es o deja de ser noticia. Yo me niego a incidir sobre algo tan obvio o primario. Si alguien no lo entiende, simplemente es porque es un ceporro del quince o un tramposo malintencionado que no merece más que un bufido lleno de desprecio como el que pretenden ser estas líneas. Imaginemos que se aplicara la misma melonada al resto de cuestiones de la actualidad. ¿Debo dejar de informar sobre un asesinato machista en Barakaldo porque no lo hago cuando ocurre en Calcuta?

(No tan) eterno retorno

No soy de los que regresan al tajo arrastrando los pies y maldiciendo su mala estampa. En los tiempos que corren y viviendo muy decentemente de lo que (todavía) más le gusta a uno, resultaría obsceno. Es verdad que tampoco vuelvo al teclado y al micrófono como lo hacía en mi más o menos lejana mocedad, con la adrenalina hirviendo y rebosante de ganas de pisar mil charcos, entonando el “a mi, Sabino, el pelotón, que los arrollo”. Se templa uno —o lo van templando los hechos—, de modo que aprende a dosificar el entusiasmo para que dure todo el curso o, en el caso más realista, para que llegue, como poco, hasta el control de avituallamiento de navidad. En el éxito de la empresa ayuda mucho un buen látigo de siete colas —que sean nueve— para mantener a raya a la pérfida pereza, tentación omnipresente de los que, además de ser natural galbanoso, llevamos decenios con la sensación de voltear indefinidamente la misma noria.

Sensación falsa, me apresuro a anotar, pues si bien es cierto que muchos de los asuntos a los que dedicamos tinta y saliva parecen una repetición en bucle de lo ya vivido y ya contado, también lo es que cada equis se van incorporando al menú platos de estreno. Y lo mejor, muchos de ellos, inesperados, para pasmo y congoja de los que creían tenerlo todo bajo control. Su incertidumbre atribulada da sentido a este, mi oficio de trasegador de noticias y similares. El principio del fin del bipartidismo en España, el ocaso del foralismo rancio en Navarra o las urnas catalanas precedidas (casi ya) de las escocesas se nos insinúan en el porvenir inmediato. Aquí estaremos para contarlo.

Otra de tantas

La enésima bronca tonta. Unas palabras a la parroquia que acaban convertidas en titular escandaloso al gusto de la cofradía de enfrente. A partir de ahí, Pavlov puro: declaraciones sobre las presuntas declaraciones, dirigidas también a la congregación de cada portavoz y, claro, pronunciadas de tal modo que encuentren un hueco entre las noticias del día. Para completar la coreografía, o quizá solamente el primer giro de la espiral, la indignación un tanto forzada de la fuente original por la tergiversación —antes se decía torticera para darle más empaque a la protesta— de las manifestaciones. Y vuelta a empezar, que la actualidad se mide en centímetros cuadrados o minutos ocupados.

Diría que no es serio, e incluso que es peligroso, pero como en mi papel de caja de resonancia de lo que (se) dicen unos y otros, formo parte de la farsa, me hago el cínico y escribo sobre ello. Me consuela pensar que muchos de los sufridos lectores que han llegado a esta línea se están preguntando de qué rayos estoy hablando porque tuvieron el buen juicio o la suerte de no haber estado atentos a la refriega. Y su vida seguirá siendo exactamente igual de feliz, desgraciada o anodina que si hubieran estado al corriente de esta, otra de tantas, reyerta de andar por casa. ¿No se dan cuenta los que las protagonizan de que van perdiendo público? Pues ahí va una mala noticia: no son el centro del mundo.

Por resumir y no terminar de volverles tarumbas con la ausencia de referencias: que no creo que vaya a ningún lado lo que el presidente de Sortu le respondiera a un militante que le echaba en cara una presumible claudicación. Sin haber escuchado a Hasier Arraiz, ya sé que no es tan inconsciente como para afirmar que “matar en democracia fue una decisión acertada”. Ni tan primaveras como para soltarles a los suyos en frío que la izquierda abertzale ha vivido en el error permanente. Lo demás son ganas de enredar.

Desconectar

Hubo un tiempo en que a los diez días de comenzadas las vacaciones me entraba una cierta morriña del teclado y el micrófono, y a los quince, estaba que me subía por las paredes del monazo. Se me hacía eterna la holganza y, como a veces me pillaba en lugares recónditos, para combatirla era capaz de pegarme una kilometrada hasta encontrar un kiosco donde surtirme de cinco periódicos en el idioma que fuera. Habrá compañeros de retén estival que recuerden mis inopinadas llamadas telefónicas a redacción, así como al despiste, que empezaban siendo un qué tal os va la vida y acababan como un detalladísimo boletín informativo sólo para mis oídos. Con eso tenía para ir tirando durante unas horas… hasta que delante de una de esas maravillas con cinco estrellas en las guías de viaje, empezaba a preguntarme qué se me había perdido a mi allí y mi mente comenzaba a fantasear con que era septiembre avanzado y yo nadaba entre historias que contar.

Ya no me pasa. No sabría decir desde hace cuánto, pero el gran descubrimiento de los últimos veranos —junto a que soy capaz de ponerme bermudas y sandalias— es que puedo vivir de espaldas a la actualidad sin sentir otra cosa que pequeñas y cada vez más infrecuentes punzadas de curiosidad sobre lo que estará ocurriendo. Más que eso: en ocasiones, huyo deliberadamente de cualquier artilugio susceptible de ponerme al día o cambio de conversación cuando algún bienintencionado me pregunta sobre esto o aquello con lo que abren los telediarios. Por fin voy entendiendo ese verbo, “desconectar”, que me sonaba a herejía o imposible metafísico.

No les cuento todo esto con ningún propósito definido. De hecho, es prácticamente un autoplagio de la columna de regreso de hace exactamente un año. Tómenlo como unos ejercicios de calentamiento para devolver a los dedos y las neuronas la flexibilidad perdida por falta de uso. Aguarda, mucho me temo, un curso muy duro.