La ‘traición’ de Imanol

Diez años de la muerte de Imanol. Qué gran momento podría haber sido para que tantos y tantos de los que van todo el rato con la memoria en astillero demostraran que lo suyo no es de boquilla. Pero ni modo, claro. A ver quién es el guapo que sale a cantar la gallina sobre la otra noche de piedra que sobrevino a la que sí se puede recordar sin riesgo de ser excomulgado. Ahí sí se aplica, ¿verdad?, lo que en la contraparte nos resulta inaceptable: que si no hay que reabrir viejas heridas, que si hay que mirar al futuro, que si no hay que olvidar el contexto… Y esos son los enunciados medianamente presentables. En el fuero interno de muchos de estos conmemoradores selectivos anida la conciencia culpable de su vergonzante cobardía, cuando no de su miserable participación activa en el linchamiento. A ver si esos que andan inventariando las castas llegan algún día a nuestro parnasillo local, atestado de canallas con apariencia entrañable y docenas de armarios repletos de cadávares.

Aún hoy habrá, apuéstense algo, quien me espete que le estoy bailando el agua a un traidor. Las fatwas, ya se sabe, sobreviven al que ha sido objeto de ellas a modo de aviso a futuros desviados de la ortodoxia y autojusticación de los malnacidos que las emiten. Lo gracioso, o sea, lo siniestro de este caso es que la traición fundacional de Imanol consistió en denunciar el asesinato de Yoyes por haber dado el paso que al correr de los años —mucho años— daría, bajo el palio de los héroes esta vez, uno de los que la apiolaron.

Dedico estas líneas al puñado de valientes que no lo abandonaron aquí en Donostia ni allá en Tombuctú.

La delicada operación retorno

Me han sorprendido las reacciones displicentes ante el anuncio de que se están dando los primeros pasos para facilitar la vuelta de las personas que tuvieron que poner centenares de kilómetros por medio por culpa de ETA. Ese resorte automático que mantenemos permanentemente engrasado y en alerta saltó sin dar lugar a la reflexión. Demagogia, oportunismo, improvisación, clamamos al primer bote, poniendo de manifiesto otra vez que, aunque pretendamos estar preparados para eso que tanto decimos anhelar, aún tenemos un carro de asignaturas pendientes y otro de tics que somos incapaces de quitarnos de encima. ¿Por qué ha de despertarnos sospechas que desde ya mismo se empiece a trabajar sobre un problema que sabemos que es dolorosamente real e innegable? Cuando esto sea razonablemente normal, deberán volver los que se fueron porque su vida y la de los suyos corría un riesgo cierto.

¿Cuántos y quiénes en concreto? Ese será el asunto más delicado de discernir por culpa de los malnacidos que durante años se han refocilado en el dolor ajeno. Es el momento de pedir cuentas -nunca mejor dicho- a los que se sacaron de la punta de su inmoralidad la cifra de doscientos mil que fue engordando de tertulia en tertulia hasta doblarse. Alguien debería exigir a Fernando Savater o a Gotzone Mora, entre otros intoxicadores, la lista de nombres y apellidos de los cuatrocientos mil exiliados que farfullaban tener censados. Hasta el propio Rodolfo Ares, que el otro día tuvo el cuajo de afear la conducta de los que habían enmerdado el asunto a beneficio de obra, sabe que no son ni la mitad de la cuarta parte.

Generosidad

Habrá que descontar de ahí, además, a los que mi siempre añorado Javier Ortiz bautizó como chulos-de-ETA, esos que un día se presentaron en tal o cual redacción de Madrid con un currículum de una sola línea que consistía en una difusa amenaza, generalmente imaginaria. Cuántos nombres se nos vienen a la cabeza, ¿eh? El caso es que aun restados esos y los ficticios, resultará que tenemos unos cuantos miles de conciudadanos que un día debieron hacer las maletas porque creían que les iba la vida en ello. Si no vamos de farol cuando apelamos a las enormes dosis de generosidad que necesitaremos en el paso de página, no nos puede parecer mal que se les eche una mano para el retorno. El solo hecho de que se lo planteen ahora y que el Gobierno se haya puesto manos a la obra es, además, el reconocimiento más claro de que también los que tienen el ‘no’ en la boca creen que esta es la buena.