Se nos da fatal evitar los asesinatos machistas. Sin embargo, a la hora de la condena, no hay quien nos gane. Sentidas concentraciones con velas encendidas y carteles tamaño folio con los lemas mejor intencionados y lazos del color que toque. Contundentes declaraciones institucionales que incluyen de serie la palabra “lacra”, la letanía “la más enérgica repulsa” y toda la cacharrería dialéctica en la que lo único que cambia es el nombre de la víctima. Y como eso no debe de ser suficiente, los mismos políticos que las han firmado salen al encuentro de alcachofas y cámaras ante las que espolvorear las manidas frases que componen el repertorio hueco del rechazo. Por fortuna para quienes las pronuncian, las escuchamos como un tarareo, sin prestar atención a su contenido.
Sabiendo que piso un terreno muy delicado, por una vez me gustaría pasar la moviola a algunas de esas palabras que, incluso quedando escritas o siendo reproducidas mil veces en los medios, se acaba llevando el viento. Anteayer, tras la detención del presunto autor del crimen de Tolosa, y a la vista de su edad —26 años—, el alcalde de la villa gipuzkoana, Ibai Iriarte, dijo en Onda Vasca que “algo estamos haciendo mal como sociedad cuando los jóvenes educados en la igualdad siguen cometiendo asesinatos machistas”. Luego, en declaraciones a otros medios, empleó una fórmula similar, aunque con un matiz que ampliaba el sentido inicial: “Como sociedad estamos haciendo algo mal, porque no hay más que ver la cantidad de mujeres asesinadas, un día sí y casi otro también, que tenemos encima de la mesa”.
Me consta la buena voluntad que hay tras esas reflexiones en voz alta, pero no puedo dejar de preguntarme y de preguntarles a ustedes si el diagnóstico es correcto. ¿Fue “la sociedad” la que rebanó el cuello a María Caridad de los Ángeles? Me temo que no. Fue un individuo concreto en y con unas circunstancias muy concretas.