Como soy un tipo melindroso y no me apetecía que la Junta Electoral Central ordenase que me disolvieran a boinazos, fui obediente y me pasé todo el día de ayer reflexiona que te reflexiona. Venga y dale a exprimir los magines, desde que despegué el párpado hasta esta tardía hora en que, aún con nueve décimas partes de mi mismo perdidas en mi universo interior, tecleo torpemente con el único objetivo de que la columna no se quede en blanco y alguien vea alguna intencionalidad oscura en ello. Calculo que me van a durar tres semanas las agujetas en las neuronas, y lo peor es que no tengo nada claro que haya servido para algo arriesgarme a un derrame cerebral. Tanto trajín mental, para acabar concluyendo que pienso lo mismo que hace veinticuatro horas.
¿Tengo entonces ya decidido mi voto? Hmmm… Bueno, en fin… Soy procrastinador por naturaleza y fui dejando y dejando esa parte de la introspección para más adelante, hasta que me ha pillado el toro. No se lo chiven, por favor, a esos burócratas semimilicos que velan por el cumplimiento de la normativa en materia de urnas y sufragios, porque lo mismo me meten un puro por dedicar la jornada a pensamientos ajenos al legalmente imperativo, que era escoger papeleta. Bromas, las justas, con los gorilas de la discoteca donde se celebra la fiesta -es decir, el sarao- de la democracia. Miren a esa pobre desgraciada, suplente de una mesa en las elecciones de 2008, a la que le han caído catorce días de cárcel por llegar tarde.
Mi delito es, me temo, peor. No solamente he consumido la totalidad del día sin tatuarme en la ropa interior la sigla que echaré -o no- hoy al caldero, sino que, además, de entre todas las cavilaciones posibles, he estado reflexionando hasta el último segundo… ¡sobre la propia jornada de reflexión! Y, como les decía hace unas líneas, sólo he llegado a reconfirmarme en todo lo que opinaba sobre ella: que es una memez supina.