Gana el Supremo

En la puesta en escena solo ha faltado Tamariz dejándose la garganta en su “¡Taratachán-chan-chan!”. Menudo juego de manos se han traído la Junta Electoral Central, unos juzgados pedáneos de Madrid y, en el papel estelar pero no demasiado, el Tribunal Supremo a cuenta de si Puigdemont, Comin y Ponsatí podían presentarse o no a las elecciones europeas en su condición de prófugos/exiliados (táchese lo que no proceda). Al final, ha sido que sí, como sabía cualquiera, incluso sin haber pisado una facultad de Derecho y teniendo en cuenta que la Justicia hispanistaní tiende a sacarse sus dictámenes de la sobaquera.

Pero es que esta vez no hacían falta ni los clásicos ejercicios de contorsionismo judicioso. La clave está en la perversión de una ley que permite ser elegible pero impide ejercer como electo. Lo hemos visto con los presos que se presentaron a las autonómicas catalanas —a ver qué pasa con los que acaban de ganar escaño en el Congreso— y con los huidos, entre otros, el mismo Puigdemont. A la hora de la verdad, tuvieron que hacerse a un lado para evitar que su ausencia diera la mayoría a la bancada de enfrente.

Celebraba el residente en Waterloo “la primera victoria en campo contrario”. No reparaba (o no quería hacerlo) en que quien ha ganado en el lance ha sido el Supremo. Sin siquiera mancharse las manos, puesto que la decisión final la han asumido los juzgados ordinarios que pretendían hacerse los suecos, ha conseguido dar la impresión de que España es un Estado de Derecho funcionando a pleno pulmón donde los benéficos tribunales son capaces de dar la razón a los disolventes… cuando no sirve para nada.

Reflexión sobre la reflexión

Como soy un tipo melindroso y no me apetecía que la Junta Electoral Central ordenase que me disolvieran a boinazos, fui obediente y me pasé todo el día de ayer reflexiona que te reflexiona. Venga y dale a exprimir los magines, desde que despegué el párpado hasta esta tardía hora en que, aún con nueve décimas partes de mi mismo perdidas en mi universo interior, tecleo torpemente con el único objetivo de que la columna no se quede en blanco y alguien vea alguna intencionalidad oscura en ello. Calculo que me van a durar tres semanas las agujetas en las neuronas, y lo peor es que no tengo nada claro que haya servido para algo arriesgarme a un derrame cerebral. Tanto trajín mental, para acabar concluyendo que pienso lo mismo que hace veinticuatro horas.

¿Tengo entonces ya decidido mi voto? Hmmm… Bueno, en fin… Soy procrastinador por naturaleza y fui dejando y dejando esa parte de la introspección para más adelante, hasta que me ha pillado el toro. No se lo chiven, por favor, a esos burócratas semimilicos que velan por el cumplimiento de la normativa en materia de urnas y sufragios, porque lo mismo me meten un puro por dedicar la jornada a pensamientos ajenos al legalmente imperativo, que era escoger papeleta. Bromas, las justas, con los gorilas de la discoteca donde se celebra la fiesta -es decir, el sarao- de la democracia. Miren a esa pobre desgraciada, suplente de una mesa en las elecciones de 2008, a la que le han caído catorce días de cárcel por llegar tarde.

Mi delito es, me temo, peor. No solamente he consumido la totalidad del día sin tatuarme en la ropa interior la sigla que echaré -o no- hoy al caldero, sino que, además, de entre todas las cavilaciones posibles, he estado reflexionando hasta el último segundo… ¡sobre la propia jornada de reflexión! Y, como les decía hace unas líneas, sólo he llegado a reconfirmarme en todo lo que opinaba sobre ella: que es una memez supina.