Instituto de Erandio, curso 1981-82. La mayoría de las chicas de mi clase de primero de BUP animaban sus carpetas con las fotos de los guaperas de la época recortadas del Superpop o el Nuevo Vale. Los chicos, igual de previsibles, las adornaban con el póster de aquel Athletic en que se acababa de estrenar Clemente en el banquillo y que nos alegraría la adolescencia las dos temporadas siguientes. Sin embargo, el raro del aula, aquí presente, llevaba el retrato en blanco y negro de una joven de pelo largo bajo el que se leía: “Yolanda, nosotros no olvidamos”. Era la misma imagen que se podía ver por doquier en aquel centro escolar de bulliciosa agitación donde andaban a la par el número de horas lectivas y el de asambleas. Esa instantánea sobresaturada, virada en ocre y con idéntico lema estampado en mayúsculas negras, presidía la portada del primer libro de contenido netamente político que recuerdo haber leído en mi vida.
Técnicamente era, en el más noble sentido de la palabra, un panfleto. No tendría más de cuarenta páginas impresas a batalla y grapadas por el medio. Con lenguaje vidrioso y rabia a granel, se contaba quién era Yolanda González Martín, qué le hizo nacer la conciencia, su militancia en el PST, su lucha estudiantil en Euskadi y Madrid, y cómo fue vilmente secuestrada, asesinada y arrojada a una cuneta en San Martín de Valdeiglesias durante la noche del 1 al 2 de febrero de 1980. Aunque solo habían pasado unos meses y la investigación policial había sido una farsa, ya figuraban los detalles de la desalmada ejecución, incluyendo las filiaciones de los elementos parapoliciales —o sea, directamente policiales— que instigaron, planearon y cometieron el crimen. El que disparó, después de gritar “aquí se acabó el paseo, roja de mierda”, se llamaba Emilio Hellín Moro. En tres décadas no se me ha olvidado ese nombre. A la Justicia y las autoridades españolas parece que sí.