Fabio, 25 años

Se me humedecieron los ojos, cómo evitarlo, leyendo el pasado domingo el reportaje de Kike Santarén sobre el asesinato del niño Fabio Moreno hace ahora 25 años. Durísima, la expresión “el hijo de un txakurra”, pero es que exactamente así justificaron y menospreciaron el crimen muchos de los que ahora tildan a los demás de enemigos de la paz. Tanto ir con la memoria en la boca arriba y abajo, y qué poco les gusta que les recuerden que sus héroes, esos a los que aún hoy festejan, no tuvieron el menor empacho en manchar el asfalto con sangre infantil. Daños colaterales, decían, y esa era la versión amable frente a la otra, la que helaba el alma: socialización del sufrimiento.

Tengo grabados a fuego aquellos días de noviembre del 91. Ya llevaba varios atentados cubiertos, pero este fue el primero que me tocó en mi pueblo, y desde luego, el primero que tenía como víctima a una criatura. De dos años, concretamente. Inenarrable la imagen, en la primera de Deia, de la chamarra ensangrentada del pequeño a unos metros del coche de su padre, reventado por la bomba-lapa. Guardo también, imposible de borrar, el brutal dolor de su madre, Arantza, entrevisto en la puerta de su casa cuando un periodista malnacido le hizo abrir gritando “¡Soy de Correos, tengo un telegrama del rey!”. Y cómo no, el féretro blanco saliendo de la iglesia de San Agustín, donde aguardaba una multitud que desbordó Erandio.

Álex, el mellizo de Fabio, que salvó la vida de milagro, dice hoy que se tomaría un café con los asesinos —los para algunos mitos Javi de Usansolo y Gadafi— para que le contaran por qué lo hicieron. ¿Qué le dirían?

Memoria de Yolanda

Instituto de Erandio, curso 1981-82. La mayoría de las chicas de mi clase de primero de BUP animaban sus carpetas con las fotos de los guaperas de la época recortadas del Superpop o el Nuevo Vale. Los chicos, igual de previsibles, las adornaban con el póster de aquel Athletic en que se acababa de estrenar Clemente en el banquillo y que nos alegraría la adolescencia las dos temporadas siguientes. Sin embargo, el raro del aula, aquí presente, llevaba el retrato en blanco y negro de una joven de pelo largo bajo el que se leía: “Yolanda, nosotros no olvidamos”. Era la misma imagen que se podía ver por doquier en aquel centro escolar de bulliciosa agitación donde andaban a la par el número de horas lectivas y el de asambleas. Esa instantánea sobresaturada, virada en ocre y con idéntico lema estampado en mayúsculas negras, presidía la portada del primer libro de contenido netamente político que recuerdo haber leído en mi vida.

Técnicamente era, en el más noble sentido de la palabra, un panfleto. No tendría más de cuarenta páginas impresas a batalla y grapadas por el medio. Con lenguaje vidrioso y rabia a granel, se contaba quién era Yolanda González Martín, qué le hizo nacer la conciencia, su militancia en el PST, su lucha estudiantil en Euskadi y Madrid, y cómo fue vilmente secuestrada, asesinada y arrojada a una cuneta en San Martín de Valdeiglesias durante la noche del 1 al 2 de febrero de 1980. Aunque solo habían pasado unos meses y la investigación policial había sido una farsa, ya figuraban los detalles de la desalmada ejecución, incluyendo las filiaciones de los elementos parapoliciales —o sea, directamente policiales— que instigaron, planearon y cometieron el crimen. El que disparó, después de gritar “aquí se acabó el paseo, roja de mierda”, se llamaba Emilio Hellín Moro. En tres décadas no se me ha olvidado ese nombre. A la Justicia y las autoridades españolas parece que sí.

Una versión llena de agujeros

Cuantos más detalles conozco sobre el caso del profesor detenido en Erandio acusado de pederastia, más dudas me asaltan. Y ojalá fueran sólo dudas. Pero es que también crece mi desconfianza hacia las manos en que supuestamente está nuestra seguridad. El autocomplaciente relato oficial de los hechos -cómo no, al ilustre diario de cabecera para las filtraciones- es una novelucha de a duro, una parodia de un mal capítulo de C.S.I. o Bones. O una aventura de Anacleto, agente secreto en colaboración con Pepe Gotera y Otilio. El drama se vuelve doloroso esperpento.

Resulta que la primera denuncia es de hace más de tres meses, pero hay que esperar a las vacaciones de Navidad para instalar un dispositivo videográfico en el centro. Ni en la NASA los debe de haber tan complejos como este, que no podía ser colocado por la noche, en fin de semana o en el largo puente de principios de diciembre. Oh, prodigio, en el minuto uno de funcionamiento del ingenio, las cámaras retratan al pederasta en acción y -nos dice la crónica autorizada- los agentes, que están en la comisaría a doscientos metros, salen a escape a detenerlo. Eso corrige el escándalo que provocó la primera información, cuando se dio a entender que antes de entrar en acción se había grabado amplio y abundante material probatorio. Tremendo, teniendo en cuenta quiénes eran los cebos y a qué estaban siendo expuestos.

Todo muy atado”

Se narra también en la glosa edulcorada de la operación que la Dirección del centro y los padres que presentaron la primera denuncia fueron puntualmente informados. Por lo visto, al resto de amas y aitas no les incumbía lo que durante esos tres meses pudieran hacerles a sus hijos. La justificación, comprensible si estuviéramos hablando de otro delito, es que los jueces se ponen muy tiquismiquis. En palabras literales de una fuente de la investigación, “Hay que llevar todo muy atado porque es una acusación muy grave”. En otros asuntos no se andan con tantos miramientos.

Por si fueran necesarios más elementos para la desazón, el estupor y la indignación, la desgracia atrae al lugar de los hechos a decenas de escarbadores amarillos provistos de cámara de fotos y grabadora. La carrera consiste en acercarse hasta donde sea posible al epicentro de la mugre. ¿Que hay que arrancarle unas palabras a la madre del detenido? Hágase en aras del sacrosanto interés informativo, que también da licencia para convertir en titular cualquier frase dejada caer en medio de la confusión y de la rabia por quien se ponga a tiro.