Víctimas de cuarta

Para quien, como este humilde rellenador de columnas, tiene un recuerdo bastante vívido del momento en que un representante de HB echó una bolsa de cal viva en el escaño vacío del socialista Ramón Júregui, lo del otro día en el Parlamento Vasco es apenas la enésima muestra de que hay asignaturas pendientes que jamás se aprobarán. Y ni siquiera me refiero expresamente a la bronca que ocurrió en la cámara, sino a las palabras de justificación y aplauso que se sucedieron después. Creo que me conocen lo suficiente para imaginar que hablo de todos los protagonistas del encontronazo y de sus respectivas hinchadas. Nazi, pues tú más nazi, grandiosas argumentaciones, comparaciones de parvulario, y como síntesis, la certidumbre de que, como canta Aute, tirios y troyanos son tal para cual. Cuidado con tocarles a sus asesinos o sus torturadores, que se ponen como basiliscos.

Lo triste en que bajo esa polvareda no se ve la ley que se debatía y salió finalmente aprobada de un modo que también supone un doloroso retrato de nuestra realidad. Votaron a favor PNV y PSE, sabiendo que su intento para reparar a las víctimas de abusos policiales no llegaba hasta donde debería llegar. La abstención de EH Bildu y Podemos propició la aprobación como mal menor. Mientras, el PP de Alonso, que es el de Casado, votó en contra con su representación residual, pero blandiendo su gran comodín: el recurso al su primo de Zumosol, también llamado Tribunal Constitucional. Es previsible que las cuatro cuestiones mínimas que contiene la norma vuelvan a ser agua de borrajas porque, como también sabemos, hay víctimas que no tienen derecho a nada.

Morcillo… y los demás

Debe de ser una epidemia. Los fantasmas del pasado salen del zulo en tropel. No habíamos superado el retortijón por la vuelta a los titulares del criminal Hellín Moro —el que ejecutó vilmente a Yolanda González y luego fue tratado a cuerpo de sultán por el aparataje del Estado—, cuando nos sale al encuentro el matón de barrio bajo Luis Morcillo. “Yo asesiné a Santiago Brouard”, nos escupe el tipejo desde una portada de las que antes se enmarcaban en los despachos de los directores de los periódicos. Y efectivamente, en las páginas de dentro lo cuenta como quien describe cómo se limpian las tripas del pescado: “Cuando salió de su consulta le pegué dos tiros y después lo rematé en el suelo. Salí corriendo, con Rafael López Ocaña, y dejé la pistola en un hueco de la escalera”.

¿A santo de qué esta confesión que llega 29 años tarde? El beatífico cronista que nos lo pinta como un vejete enfermo atado a diez pastillas diarias para sus mil achaques deja entrever que es un alicatado de conciencia en la proximidad de su última hora. Y una mierda. La chusma de esta estofa no tiene nada que se parezca a un remordimiento. Si hay alguna cuenta que ajustar, no es consigo mismo, sino con la piara de hijos de mala madre que frecuentó y bajo cuyas órdenes cometió sus fechorías. Había pasta por medio y, a lo que se ve, bastante se quedó en el trasiego de cloacas.

Métase dónde le quepa el apiolador Morcillo su escuchimizado simulacro de arrepentimiento. Si algún valor tiene esta farfulla tardía que no lo redime es la confirmación de que las cosas fueron como la mayoría pensamos y a la Justicia no le salió de la entrepierna ver. De propina, es el recordatorio incómodo pero clamoroso de la existencia de otra violencia por la que tampoco se ha pedido perdón. Es más, buena parte de quienes la ejercieron y la alentaron —de la equis para abajo— pasan por probos ciudadanos. Y son tan canallas o más que este rufián.

Memoria de Yolanda

Instituto de Erandio, curso 1981-82. La mayoría de las chicas de mi clase de primero de BUP animaban sus carpetas con las fotos de los guaperas de la época recortadas del Superpop o el Nuevo Vale. Los chicos, igual de previsibles, las adornaban con el póster de aquel Athletic en que se acababa de estrenar Clemente en el banquillo y que nos alegraría la adolescencia las dos temporadas siguientes. Sin embargo, el raro del aula, aquí presente, llevaba el retrato en blanco y negro de una joven de pelo largo bajo el que se leía: “Yolanda, nosotros no olvidamos”. Era la misma imagen que se podía ver por doquier en aquel centro escolar de bulliciosa agitación donde andaban a la par el número de horas lectivas y el de asambleas. Esa instantánea sobresaturada, virada en ocre y con idéntico lema estampado en mayúsculas negras, presidía la portada del primer libro de contenido netamente político que recuerdo haber leído en mi vida.

Técnicamente era, en el más noble sentido de la palabra, un panfleto. No tendría más de cuarenta páginas impresas a batalla y grapadas por el medio. Con lenguaje vidrioso y rabia a granel, se contaba quién era Yolanda González Martín, qué le hizo nacer la conciencia, su militancia en el PST, su lucha estudiantil en Euskadi y Madrid, y cómo fue vilmente secuestrada, asesinada y arrojada a una cuneta en San Martín de Valdeiglesias durante la noche del 1 al 2 de febrero de 1980. Aunque solo habían pasado unos meses y la investigación policial había sido una farsa, ya figuraban los detalles de la desalmada ejecución, incluyendo las filiaciones de los elementos parapoliciales —o sea, directamente policiales— que instigaron, planearon y cometieron el crimen. El que disparó, después de gritar “aquí se acabó el paseo, roja de mierda”, se llamaba Emilio Hellín Moro. En tres décadas no se me ha olvidado ese nombre. A la Justicia y las autoridades españolas parece que sí.

Manifiestamente mejorable

Tal vez porque llevamos décadas aferrándonos a sobreentendidos, en el comienzo de este tiempo nuevo los vascos tendremos que vérnoslas con circunloquios y perífrasis kilométricas para expresar lo obvio. 43 palabras, ni una menos, ocupa el título del borrador del primer decreto de reparación de las víctimas de la violencia policial o parapolicial. Con lo sencillo que era ponerlo así, los redactores se han tenido que dar al encaje de bolillos, apostillando por aquí y por allá con ambages que no hirieran ninguna sensibilidad. La paradoja es que no lo han conseguido. A todo el mundo le sobra o le falta algo en el galimatías final.

Eso, sólo respecto al titulo. Con el resto del texto —apenas seis folios— ocurre lo mismo multiplicado por ene. Cada coma o ausencia de ella da lugar a una objeción, cuando no a media docena. La línea que a unos se les queda corta a otros les parece un exceso intolerable. ¿Por qué están estos y no aquellos? ¿Por qué se hace así y no asá? ¿Por qué se pasa por alto tal situación y se subraya la de más allá? Donde uno esperaba encontrar respuestas, se topa con una torrentera de preguntas y dudas que alimentan, por si hiciera falta más madera, el recelo con que recibimos este tipo de iniciativas.

Visto lo dicho, me sería muy fácil agarrar la catana y reducir a rodajas el decreto, como se ha hecho del babor al estribor ideológico. Tiempo tendré para arrepentirme y desdecirme, pero hoy presento estas líneas en forma de voto de confianza. No tanto al contenido, que no me gusta, como a las intenciones que veo tras su impulso. Conste que no se me escapan las espurias y retorcidas: es evidente que hay quien ha tirado de calculadora y ya se ha hecho la cuenta del pellizco que le sacará a lo que ve como otra jugada política más. Me quedo, sin embargo, con las convicciones sinceras que también sé que han hecho posible este borrador manifiestamente mejorable.