Y siguen negándolo

A instancias del Gobierno español, faltaría más, el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco ha tumbado varios aspectos del decreto de Lakua que reconoce moral y económicamente a las víctimas de abusos policiales. Desde la Secretaría de Paz y Convivencia aseguran que, en todo caso, lo laminado no afecta a lo básico del texto, aunque en prevención de males mayores y para no ponérselo fácil a los buscavueltas, anuncian que convertirán el decreto en ley antes de fin de año.

Ya ven que las cuestiones de principios básicos acaban sepultadas por el enjambre judicioso, como si estuviéramos ante un asunto de tecnicismos para juristas muy cafeteros y no ante una flagrante y desvergonzada maniobra para seguir negando que las llamadas Fuerzas de Seguridad del Estado vulneraron a saco los derechos humanos. Y ojo, que ni siquiera estamos hablando de hoy o de anteayer porque, conociendo el paño y mostrando una buena voluntad infinita, los redactores del texto se cuidaron de establecer el periodo de los abusos reconocibles entre 1960 y 1978; cualquiera se mete con los más recientes.

Lo tremendo es que ni aún con ese pragmatismo magnánimo se ha conseguido que el búnker arroje la menor señal de humanidad. ¿Por qué? Ante semejante obcecación numantina, no caben más explicaciones que las evidentes. Por de pronto, se trata de preservar el monopolio del sufrimiento en manos de las únicas víctimas que, al parecer, merecen tal nombre. Y por el mismo precio, es una forma de retratarse como orgullosos herederos de aquellos uniformados que lo dieron todo —pero todo, todo— por la una, la grande y la libre España.

Manifiestamente mejorable

Tal vez porque llevamos décadas aferrándonos a sobreentendidos, en el comienzo de este tiempo nuevo los vascos tendremos que vérnoslas con circunloquios y perífrasis kilométricas para expresar lo obvio. 43 palabras, ni una menos, ocupa el título del borrador del primer decreto de reparación de las víctimas de la violencia policial o parapolicial. Con lo sencillo que era ponerlo así, los redactores se han tenido que dar al encaje de bolillos, apostillando por aquí y por allá con ambages que no hirieran ninguna sensibilidad. La paradoja es que no lo han conseguido. A todo el mundo le sobra o le falta algo en el galimatías final.

Eso, sólo respecto al titulo. Con el resto del texto —apenas seis folios— ocurre lo mismo multiplicado por ene. Cada coma o ausencia de ella da lugar a una objeción, cuando no a media docena. La línea que a unos se les queda corta a otros les parece un exceso intolerable. ¿Por qué están estos y no aquellos? ¿Por qué se hace así y no asá? ¿Por qué se pasa por alto tal situación y se subraya la de más allá? Donde uno esperaba encontrar respuestas, se topa con una torrentera de preguntas y dudas que alimentan, por si hiciera falta más madera, el recelo con que recibimos este tipo de iniciativas.

Visto lo dicho, me sería muy fácil agarrar la catana y reducir a rodajas el decreto, como se ha hecho del babor al estribor ideológico. Tiempo tendré para arrepentirme y desdecirme, pero hoy presento estas líneas en forma de voto de confianza. No tanto al contenido, que no me gusta, como a las intenciones que veo tras su impulso. Conste que no se me escapan las espurias y retorcidas: es evidente que hay quien ha tirado de calculadora y ya se ha hecho la cuenta del pellizco que le sacará a lo que ve como otra jugada política más. Me quedo, sin embargo, con las convicciones sinceras que también sé que han hecho posible este borrador manifiestamente mejorable.