Leire en una frase

Seguramente, no es profesional emocionarse dando las noticias. Se supone que hay que tomar distancia, vestirse el neopreno a prueba de sentimientos y dispensar las grageas de actualidad como si la cosa no fuera con nosotros. A base de oficio, uno es capaz de contar lo más tremendo sin que se le alteren ni el pulso ni la voz. Y sin embargo, hay ocasiones en que el blindaje salta en pedazos y deja a la intemperie al ser humano que seguimos llevando dentro. A mi me ocurrió este viernes. Por fortuna, no fue en primera línea de micrófono, sino en la retaguardia, es decir, en la redacción de Onda Vasca.

Mientras trajinaba con el material informativo que debía servir a los oyentes ese día, mis defensas acorazadas recibieron el impacto brutal de estas ocho palabras de racimo, pronunciadas por una joven de 21 años llamada Leire: “Me hubiera gustado mucho conocer a mi aita”. El testimonio continuaba en términos tanto o más conmovedores, pero yo me quedé clavado en ese punto seguido. Paradojas de los órganos sensitivos: dejé de oír cuando los ojos se me llenaron de lágrimas. Y todo por una sola frase, por esa frase que, como los cuentos de Monterroso, contiene mil novelas completas. De entre todas, yo leí la que explica en un segundo el último medio siglo de este pueblo y deja aun unas páginas en blanco para que escribamos lo que viene después.

El desenlace de esa historia está, en buena medida, en nuestras manos. Me permito proponer como modelo para los próximos capítulos el del acto donde se escucharon esas palabras y otras muchas cargadas de memoria pero vacías de rencor. Tanto el homenaje a Joseba Goikoetxea, el aita que no pudo conocer Leire, como el de dos días atrás a Santi Brouard y Josu Muguruza, nos muestran lo que, si queremos, puede ser el verdadero suelo ético que decimos estar buscando. El techo llegará tan arriba como estemos dispuestos a levantarlo. Entre cuantos más, mejor.

Morcillo… y los demás

Debe de ser una epidemia. Los fantasmas del pasado salen del zulo en tropel. No habíamos superado el retortijón por la vuelta a los titulares del criminal Hellín Moro —el que ejecutó vilmente a Yolanda González y luego fue tratado a cuerpo de sultán por el aparataje del Estado—, cuando nos sale al encuentro el matón de barrio bajo Luis Morcillo. “Yo asesiné a Santiago Brouard”, nos escupe el tipejo desde una portada de las que antes se enmarcaban en los despachos de los directores de los periódicos. Y efectivamente, en las páginas de dentro lo cuenta como quien describe cómo se limpian las tripas del pescado: “Cuando salió de su consulta le pegué dos tiros y después lo rematé en el suelo. Salí corriendo, con Rafael López Ocaña, y dejé la pistola en un hueco de la escalera”.

¿A santo de qué esta confesión que llega 29 años tarde? El beatífico cronista que nos lo pinta como un vejete enfermo atado a diez pastillas diarias para sus mil achaques deja entrever que es un alicatado de conciencia en la proximidad de su última hora. Y una mierda. La chusma de esta estofa no tiene nada que se parezca a un remordimiento. Si hay alguna cuenta que ajustar, no es consigo mismo, sino con la piara de hijos de mala madre que frecuentó y bajo cuyas órdenes cometió sus fechorías. Había pasta por medio y, a lo que se ve, bastante se quedó en el trasiego de cloacas.

Métase dónde le quepa el apiolador Morcillo su escuchimizado simulacro de arrepentimiento. Si algún valor tiene esta farfulla tardía que no lo redime es la confirmación de que las cosas fueron como la mayoría pensamos y a la Justicia no le salió de la entrepierna ver. De propina, es el recordatorio incómodo pero clamoroso de la existencia de otra violencia por la que tampoco se ha pedido perdón. Es más, buena parte de quienes la ejercieron y la alentaron —de la equis para abajo— pasan por probos ciudadanos. Y son tan canallas o más que este rufián.