¿Quién es ese mendigo? Un guionista.

Mendigo

Estafados y enfurecidos por la mezquindad de la industria audiovisual, el jueves se reúnen en Madrid los guionistas europeos para hablar de sus cosas, es decir, del poco respeto que se tiene a su trabajo, lo mal pagados que están en un sector que gana millones y el absoluto pirateo de las ideas. El peor enemigo de un guionista es otro guionista, que copia a sus colegas y acepta un salario más bajo por crear las historias que vemos en las pantallas. Algo parecido a lo que ocurre en otras profesiones creativas, como la publicidad, el periodismo y el mundo editorial, también entre diseñadores y arquitectos. Nadie se despelleja con más saña que en estos oficios de conspiraciones y celos. Hay mucho narcisista entre ellos y demasiadas frustraciones insuperables, algún que otro pirado y oportunistas por doquier soñando con dar el pelotazo que los saque de la inopia.

La realidad es que unos pocos libretistas triunfan, mientras el resto malvive en el segundo o tercer nivel de las productoras haciendo una labor rutinaria. Tendríamos que contar un día cómo las fábricas de televisión explotan a sus trabajadores, más intensamente a los creadores de diálogos, textos y relatos. Al final, cualquiera podría redactar un guión, tan fácil como se compone un soneto enamorado. ¿Y qué ocurre después? Que un ejército de excelentes escritores, con mucho oficio, han de adaptarlo al lenguaje audiovisual, que es otro idioma. Solo puede ser libretista alguien que sabe lo elemental: que ni se habla como se escribe, ni se escribe como se habla. Por ejemplo, la actriz y guionista Emma Thompson, que ya tiene dos acusaciones de plagio, una por el peliculón Effie Gray. Por su participación en el argumento de Bridget Jones Baby tendría que haberla multado el ayuntamiento.

En Madrid no estarán los speechwritters, que escriben los discursos de los líderes, negros de primera vendiendo su talento a políticos con poder de persuasión. La maldición de los guionistas es que ponen en boca de otros maravillas y pasiones que no tienen para ellos. Pobres.

JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ

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Cuando las decisiones más inteligentes las toma el corazón

 

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“El populismo va directo al corazón y votar es un acto fundamentalmente racional”, declaró a DEIA Javier Solana el pasado 9 de noviembre. Confieso que la frase, situada en un contexto más amplio, me causó perplejidad, no tanto por la intención despectiva del ex ministro socialista, como por su falsedad en lo referente al impulso racional del voto. ¡Y lo decía un político clásico! Cualquier candidato sabe que toda elección democrática está sujeta a las emociones, pues seres humanos son los votantes, y no máquinas, y nada en sus decisiones, de la menor a la mayor en rango de importancia para su vida, puede escapar de la condición sentimental. Y yo creía que la cuestión de la dualidad razón-emoción estaba asumida y superada en el debate social. No parece, quizás porque los fenómenos de Donald Trump, el Brexit y los llamados populismos de izquierda radical y derecha neofascistas, así como los referendos perdidos en Colombia e Italia, han señalado a las emociones como culpables de un inquietante horizonte democrático. ¡Las malditas emociones de la gente!

No importa el fracaso del sistema tradicional de libertades. El deterioro de la democracia, sus corruptelas, su ineficacia y su lejanía de la sociedad no tienen ninguna responsabilidad. ¡No, señor! Las emociones son las malhechoras, porque de ellas deviene la irracionalidad. Esta identificación esconde el blanqueo de la inacabable historia de fracasos de modelo tradicional de representación, que apenas se ha reformado en cincuenta años a pesar de los cambios que han acontecido en la humanidad, ni siquiera cuando llegó la crisis económica sobre cuyos escombros malviven millones de personas. El fracaso del canon político actual ha encontrado su justificación en la rebelión emocional de las personas. La gente ha enloquecido, vienen a decir los dirigentes, los puristas intelectuales y no pocos medios de comunicación y sociólogos.

El dogma de los “hechos objetivos”

Y de repente, llega un nuevo concepto: la posverdad. Se trata de una palabra de moda que, según el Diccionario Oxford, se refiere a “las circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las creencias personales». Vamos por partes. ¿A qué le llamamos hechos objetivos y a qué emociones y creencias personales? Los hechos objetivos son una formulación clásica de lo que puede entenderse por la verdad desprendida de toda valoración. Vienen a ser algo así como la verdad indiscutida y desnuda. La verdad informativa, la verdad oficial, la verdad digna de todo crédito. El dogma.

Pues no. No hay hechos objetivos como dogma, porque todo hecho humano, social, político o económico se enfrenta a su valoración e interpretación. E incluso a su aceptación. Es nuestro derecho de ciudadanos escarmentados. Las sociedades democráticas han sido tan permeables que se han agotado de creer lo que tantas veces se ha demostrado falso total o parcialmente. Hoy tenemos la conciencia de que la política, las clases dirigentes y los medios nos han engañado. Esta actitud no es una respuesta emocional a un enfado colectivo: es sobre todo una posición racional, consciente, muy matizada y controlada, que no implica, como se apunta en círculos intelectuales, tan puristas ellos, que la gente se haya dejado llevar sólo por sus sentimientos. ¿Acaso no hay motivos para desconfiar? Los hechos objetivos resultan no serlo tanto.

Me desagrada intelectualmente la definición del problema que plantea la posverdad como un choque entre verdad y emociones, entre conocimiento e ignorancia, entre lo objetivo y lo subjetivo, una primacía cartesiana. No existe tal oposición. Lo que hay es un claro deterioro del crédito político y otros liderazgos en la opinión pública. Y no por enfado o pataleo infantil, sino por indispensable necesidad de limpieza mental en este momento de la historia. A esta respuesta, más o menos desorganizada, le llaman ahora, despectivamente, populismo. Al margen de cómo se esté articulando en diferentes movimientos electorales o de opinión, me parece que procede tomárselo en serio y no negar su motivación. Y mucho menos, poner como gran canalla de todas las catástrofes de hoy a las emociones. ¿Pero seríamos razonablemente felices si no hubiésemos liberado, desde Spinoza hasta hoy, nuestra inteligencia emocional? ¿A qué viene esta criminalización de nuestro software innato? ¡Ah, es que las emociones estaban hechas solo para la vida afectiva y la escenificación romántica! Pues no, están para ocupar por lo menos la mitad del espacio de nuestro sistema de relación y conducta. Y no son la loca de la casa, sino una dimensión fundamental de las personas.

En la proclamación de la posverdad como nueva moda, que seguramente será tan perecedera como tantas otras, por inconsistente, se resume su significado como mentira, el engaño del populismo esencialmente emocional que pone en cuestión la democracia. No basta con criminalizar las emociones. Había que reducirlas a la categoría de creadoras de mentiras. He ahí su perfecta categoría de muñeco de pimpampum y consuelo del fracaso de la jerarquía. Hay que llevar la posverdad a la hoguera y, de paso, a todos los que hagan valer sus emociones en la configuración de sus actos y decisiones. Hay un nuevo racionalismo.

 Corazón e inteligencia

La definición implícita de posverdad señala su extrañeza de que las emociones y creencias personales tengan más influencia en la opinión pública que eso que, etéreamente, denominan “hechos objetivos”. ¿Y por qué merecerían tener menos influencia? ¿Se les supone a las emociones y creencias particulares una menor categoría? Que yo sepa la opinión pública es una suma total de evaluaciones, de una abstracción de millones de seres humanos. Y las personas no anteponen lo que piensan a lo que sienten, si es que ambas cosas son separables. Pensar no es más que sentir, no comprendo esta estúpida dicotomía. La gestión equilibrada de ambos espacios marca el éxito de nuestro proyecto individual y colectivo. ¿Existe hoy, de verdad, esa mayor influencia de las emociones? No lo creo. Que las sociedades estén enfadadas (y decimos que se enfadan con razón) no implica que hayan renunciado a sus criterios y se muevan solo por sentimientos. La indignación es un estado tanto racional como emocional, como consecuencia del análisis de los hechos acaecidos y su valoración. ¿Cuánto de racional tiene la realidad del dolor provocado por una decepción? Uno se enfada más por lo que le hagan que por lo que le digan. O sea, por “hechos objetivos” que, en forma de crisis, estafas, mentiras, abusos, corrupción, injusticias, impunidades y negación de la transparencia debida, han devenido en llamarse artificialmente posverdad. La culpa de la agresión es de la herida, nos dicen; la responsabilidad del sufrimiento son de las lágrimas. La causante del fracaso democrático es la posverdad. La culpa de la rebeldía la tienen las emociones. Y así.

Creo que la posverdad no va en serio, porque es el síntoma de un dolor de tripas mal curado. Nuestra cultura no está dispuesta a que se impugne la capacidad emocional en la conformación de las opiniones y la gestión vital. La inteligencia emocional tiene más vigencia que nunca. La gente no ha enloquecido. Ha sido la política y la economía, y en general los líderes, los que nos han llevado a esta situación. Trump no es producto de la posverdad, sino del infarto ético de la clase dirigente norteamericana, con la señora Clinton al frente. Francia se la juega en primavera con Marine Le Pen, que no es el resultado de ninguna posverdad. La inteligencia se pasea por las venas de los franceses, eso me tranquiliza. Y está muy claro, a ver si lo entienden dueños del mundo: las decisiones más inteligentes las toma el corazón.

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Wyoming se mofa de las mujeres

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La ventaja de la tele es que da primero y juega en casa. Te golpea con deshonor o información tergiversada y si tienes opción a réplica te someterá a su ley y su retórica. Algunas veces gana el espectador perjudicado, cuando el daño es historia olvidada. Una avería mantenida durante años es irreparable. Es como el contencioso, esa aberración jurídica que el diablo inventó para el Estado: la institución te ataca o se defiende con tu propio dinero y en la espera confía en que desistas. Una sentencia del Supremo ha condenado a La Sexta a indemnizar con 35.380 euros a una mujer que El Intermedio había mostrado en topless, sin autorización ni aviso. La vejación había ocurrido el 10 de abril de 2012, con el agravante de que las imágenes permanecieron colgadas durante meses en la web de la cadena. Más ofensivo es el cálculo de la compensación: dos céntimos por espectador y 20 euros por cada día de presencia del vídeo en internet. No es broma. Wyoming, que va dando lecciones de ética, se muere de la risa mancillando la dignidad de una señora.

Esta calderilla no enmendará sus abusos. Temo que a Iñigo Landa, por romper una foto del rey, no le reponga ETB en su silla de tertuliano. Un castigo cruel, añadido a la persecución sufrida de los valedores de la unidad de España y la monarquía, junto con la pérdida de su contrato de twittero de la Policía Municipal de Bilbao. La impunidad de los canales públicos y privados llega al punto de no abonar nunca las multas que el órgano encargado de su control, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, les impone por publicidad encubierta, violación del horario protegido y sobrepasar los límites del tiempo dedicado a los anuncios. Las sanciones más recientes han sido para Mediaset y Atresmedia, de 63.705 y 18.175 euros, respectivamente. ¿Y para qué este teatro si no pagan jamás? La CNMC es un organismo tan inútil que habría que cerrarlo y dedicar su presupuesto al cine y otras obras pías. Demasiada impunidad es como el exceso de indiferencia: crea un mundo de cínicos.

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Nochevieja: ruinas tras la batalla

EL FOCO

Onda Vasca, 29 diciembre 2016

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La imagen de un Arenal y Casco Viejo de Bilbao, así como de otros espacios públicos en diversas ciudades y pueblos, arrasada de basura, botellas, vasos, suciedad y un terrible olor a alcohol y vomitonas ha sido el retrato, un año más, de la jornada festiva de la Feria de Santo Tomás, preámbulo de las navidades. Por ser ya una imagen habitual, no nos ha llamado la atención, ni nadie ha montado un escándalo. Se da por inevitable y previsible. Simplemente, llegan las brigadas de limpieza y nuestras ciudades recuperan su aspecto normal.

Lo más probable es que la celebración de la Nochevieja traiga consigo imágenes similares o aún peores, en la medida en que la fiesta salga a las calles y se exteriorice fuera de los locales sonde se celebran cenas y cotillones excesivos de ruido, cohetes y alcohol a mansalva. Y volveremos a lamentarnos de que estas cosas ocurran, de los destrozos y las ruinas que dejan en los bienes públicos y, lo que es peor, en las personas estas formas exageradas de diversión. El modelo es: mucho ruido y todos los excesos posibles, como si los decibelios, las cosas rotas y la exhibición de lo bien que supuestamente lo pasamos fueran, en sí mismos, lo que da medida de la fiesta.

¿Cuántos destrozos y accidentes, cuántas agresiones de todo tipo, vamos a tener que lamentar el día de año nuevo? Eso es lo que tememos, en medio de las ilusiones del nuevo año.

La fiesta es necesaria. La necesitamos para justificar el objetivo de nuestra propia existencia. La fiesta es la organización de la alegría.

El debate sobre el modelo festivo es recurrente y antiguo y no parece encontrar una alternativa, a pesar de que hay expertos e instituciones que estudian promover otras formas de vivir la fiesta. ¿Qué es lo que ocurre? En primer lugar, es un problema complejo, con muchas derivadas. Es todo menos simple. Lo más fácil sería criminalizar a un sector de nuestra juventud y señalar sus desmesuradas formas festivas. Y también sería muy fácil culpabilizar al consumo del alcohol como la raíz de todos los males. Así, sin más.

¿Es un problema de pocos participamos del exceso de nuestro modelo festivo? Creo que las dos cosas. Es verdad, que quienes llevan a cabo excesos de ruido y realizan actos incívicos son pocos, en comparación con la mayoría que se comporta como es debido. Pero no es menos cierto que son muchos más quienes participan en ensuciar y hacer más ruido del necesario en los espacios públicos.

En mi opinión, hay como una infantilización generalizada de vivir la fiesta, sea cual sea. En algunos ambientes, se impone el modelo de Resacón en las Vegas, esas películas, que tanto gustan a muchos de nuestros jóvenes, en las que una cuadrilla lleva a cabo una despedida de bodas, o un cumpleaños, y que culmina con unas tremendas borracheras y una serie de excesos y gamberradas que servirán de recuerdo y de risas de la cuadrilla durante muchos años. Se ha impuesto la fiesta gamberra. No sería problema si no tuviera consecuencia para otras personas o para los bienes público o privados. Si no tuviera más consecuencia que las risas de los participantes.

En eso consiste la infantilización festiva: en comportarse irresponsablemente y en hacer mucho ruido, sin importar las molestias. Porque nos consideramos que, como los niños, se nos puede perdonar, porque todo nos está permitido. Y divertirse, a costa de lo que sea, es lo que cuenta

El descomunal consumo del alcohol está en el fondo de la cuestión; pero también forma parte de la infantilización de las conductas: carecer de control, no saber poner freno a las cosas, obviar las consecuencias… Sin embargo, el tema del alcohol es más bien una pandemia que afecta a nuestra cultura y es tan grave y a la vez tan normal que rebasa esta mirada de El FOCO.

Lo que me preocupa en nuestros comportamientos festivos, de Navidades y de otros momentos, es la capacidad de activar determinados excesos cuando estamos en manada y, sin embargo, nuestra falta de diversión creativa en soledad. Uno está más tiempo solo que acompañado, así que conviene saber pasarlo bien cuando estamos a solas con nosotros mismos. Esta ineficacia de diversión personal es la que me preocupa. Y quizás esto explica que para la diversión necesitemos al grupo, donde podemos terminar, en algunos casos, perdiendo el control.

Divertirse es un acto de la alegría que habita en cada uno. La alegría de vivir, por lo más sencillo a lo más grande, está en nosotros o no existirá en grupo. Yo me centraría en este problema como causa de fondo de la ruidosa y descontrolada forma de divertirse. Pero esto nos llevaría no sé si a la psicología. O a mucho más.

Que la fiesta de Noche vieja sea feliz y no tanto ruido y desmadre. Que deje momentos felices y los compartamos con la gente que queremos. En medio de todo eso, yo brindaré por todos los que, siendo felices o siendo infelices, cruzarán y cruzaremos el 2017 en soledad. Brindo por ellos.

Feliz año, y hasta el próximo jueves!

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Ande o no ande, tele grande


Tele grande

Lo sorprendente de la conducta de los telespectadores es que se regalan para sus hogares pantallas más grandes a medida que aumentan sus quejas por la programación. ¿Y para qué quieren televisores de mayores dimensiones si los contenidos son cada vez peores? Quizás es que también en esto el tamaño importa y que, igualmente, la cantidad actúa aquí como máscara de la calidad. Es el paradigma de la falsa grandeza. Este año Olentzero se ha hartado de obsequiar estos armatostes, con innovadoras prestaciones en imagen, sonido y conectividad, delgados pero gigantescos, que proclaman con la rotundidad de sus muchas pulgadas su primacía sobre cualquier otro objeto y sujeto de la casa. Una barbaridad estética. Y supongo que ética.

Me pido otra densidad para 2017. Me pido un cambio de rumbo en ETB que nos saque de la vulgaridad y sus menguantes resultados. Me pido la renovación del modelo de nuestra radiotelevisión pública y se oriente hacia las necesidades sociales y estratégicas de las próximas décadas. Me pido mañanas creativas de cultura, tardes radicales de debate y noches de cine, emociones y autoestima. ¡Por favor, un poco de atrevimiento, no una tele de membrillos! Me pido caras nuevas y al mismo tiempo se recupere la confianza en la veteranía, marca de la casa.

Me pido que Telecinco prosiga su degeneración hasta alcanzar un liberador autoexterminio. Que Antena 3 le arrebate el liderazgo. Me pido que TVE abandone el neofranquismo y trasladen a Sergio Martín, sectario mayor del reino, a alguna lejana embajada. Me pido que la beata 13TV mantenga sus impagables tertulias, que tantas risas nos deparan. Me pido que las series no se postulen, ni por aproximación, como sucesoras del cine. Me pido que la publicidad haga honor a su talento. Que el prime-time acabe a las once de la noche. Y que UTECA, el lobby de las cadenas privadas, deje de tocarnos las narices con sus miserables proclamas en nombre de la libertad. Por lo demás, satisfecho con mi vieja tele de 24 pulgadas, me pido una inteligencia abierta y un corazón pleno.

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