¿Cómo y cuándo se fraguó la sociedad de la transparencia? Todo empezó el día fatal en que se afirmó que el valor de la comunidad está, por concepto, por encima del valor del individuo. El desarrollo de la democracia trató de equilibrar lo personal con lo social para que esta dualidad no constituyera una contradicción insuperable. Hasta que los medios de comunicación, precisamente los privados y entre ellos los más poderosos, decidieron invadir el ámbito de la privacidad humana -un ilimitado y crónico deseo de saberlo y descubrirlo todo, sin el menor respeto- y construir un mundo panóptico en el que todos fuésemos abiertamente observados y a la vez observadores de los demás, un universo post orwelliano, sin intimidad, con licencia de caza de secretos y sigilos, una facultad señalada como hito de la libertad.
Este modelo de confiscación de la individualidad y la identidad personal ha llegado al paroxismo con las tecnologías de la comunicación y la información, con las que se hace efectiva la obligación de exhibirse y la plena autoridad de penetrar en la esfera exclusiva de la gente y de cualquier organización o grupo. Y ahora que este derecho se ha convertido más bien en una plaga de asaltos impunes a lo más sagrado de los humanos, su ser privativo, vamos a ver cómo nos defendemos de sus abusos y de quienes, por no ponderar la libertad ajena, no estiman la suya propia. Supongo que este amplio conjunto de personas, impulsadas por su naturaleza colectivista y, por qué no decirlo también, por una clamorosa ingenuidad, son las que más demandan las políticas de transparencia pública que, tal y como se plantea, se cierne sobre nosotros como una de las últimas estafas democráticas, una teatralización inoperante.
La transparencia como moda
De repente, todo debe ser transparente. El diagnóstico es que la falta de transparencia es la causa de la corrupción política y por tanto los mecanismos de nitidez social impedirán los desmanes económicos de nuestra clase dirigente. ¿De verdad creemos que la corrupción es una cuestión económica, solo eso? Es muy llamativo que el partido más corrupto y con mayor número de militantes implicados en casos de saqueo, el PP, sea quien más iniciativas legislativas este desarrollando para dotar a la gestión pública de exigencias de comunicación de cuentas, contratos y salarios. Esa hiperactividad enmascara su propósito de fijar unas apariencias de honradez urgente, de puro interés electoral.
Si nos fijamos en los procedimientos de transparencia que se han implementado en las instituciones, se trata de la transmisión de datos que ya podíamos conocer, porque la mayor parte de ellos se publicitaban en los diferentes boletines oficiales: sueldos, importes y adjudicatarios de obras y servicios, plazos, presupuestos… casi todo estaba a la vista de quien se molestara en acudir a la fuente informativa. Eso sí, no fácilmente alcanzable por el común de los ciudadanos. ¿Y cuántas personas acuden hoy a las nuevas y más rápidas fuentes de información pública? Muy pocas.
No tenemos un problema de opacidad. Tenemos una dificultad de facilitación y simplificación de la información pública, al tiempo que seguimos soportando un viejo inconveniente: la desgana por la información veraz y la pereza intelectual hacia el conocimiento obtenido con esfuerzo. Hay que amar la información y nuestra capacidad de saber lo que ocurre para no tener que depender de lo que nos cuenten -debidamente codificado- los medios de comunicación o, peor aún, los anónimos y poco fiables foros, webs y blogs que pululan por internet con descaro y retórica malvada.
La política de transparencia que se predica es una política de apariencia, una operación de emergencia contra la crisis de un sistema profundamente injusta, un parche dramático con el que pretende tranquilizar a la gente a base de mostrarle, con cierto complejo de culpa, lo que ya podía saber. Ahora las cuentas son más aparentes, no más transparentes. La novedad es formal, algo así como el espectáculo del cumplimiento de unas obligaciones, junto la disposición forzada a desnudarse más allá de lo exigible.
En la reciente campaña electoral asistimos a un striptease vejatorio. Un diario local dedicó varias páginas a informar sobre los ingresos, vivienda, coche, planes de pensiones y cuentas de ahorros de los candidatos a la alcaldía de Bilbao, y estos, sin rubor ni decoro, respondieron con detalle, impelidos por el miedo a que si no revelaban estos datos podían ser sospechosos de opacidad (¿la intimidad es delincuencia?) y por tanto indignos de la confianza ciudadana. ¿A qué categoría de ética superlativa pertenece que un candidato declare poseer un Citroën, tener una vivienda propia en Solokoetxe o vivir de alquiler en Artasamina? ¿Qué añade a su valoración política la escritura de la casa o la cuantía de su salario? Y en todo caso, ¿qué carajo nos importan esos asuntos personales? Desnudar de esta manera a los gobernantes es la perversión de una mal entendida transparencia que, por pudor democrático, deberíamos rechazar. Porque esta demagogia sobrevenida de los medios, que envilece la privacidad y devalúa el sentido de la decencia política, también es corrupción.
Desconfianza permanente
La clase política tradicional asume la pena de la transparencia absoluta con falso entusiasmo. Y los que vienen traen el pecado original. Uno de los líderes de moda en España, Albert Rivera, se presentó en el escenario electoral posando desnudo en sus carteles, aunque tapándose los genitales con las manos. Ese parece ser el horizonte, la anécdota teatral como expresión tramposa de la honradez pública. De la misma manera que no es más fiable, ni más sincera una persona por exhibirse desnuda, tampoco la política (o la verdad pública) es más auténtica por mostrarse sin pudor y renegando de su privacidad.
A esta categoría pertenece la exigencia de presentar la declaración de la renta de los cargos institucionales. ¿Y qué demuestra esa información? Si alguien, en virtud de su cargo, se enriqueciese ilícitamente no creo que fuera tan necio como para contabilizar en un registro oficial el beneficio de sus delitos. No son los papeles, sino los procesos de decisión concertados, la política de la verdad, los que pueden prevenir las corruptelas. ¡Ah, pero hay que aparentar!
El filósofo y escritor alemán de origen coreano Byung-Chul Han, en su libro La sociedad de la transparencia (Editorial Herder, 2013), señala que “la transparencia estabiliza y acelera el sistema por el hecho de que elimina lo otro o lo extraño. Esta coacción sistémica convierte a la sociedad de la transparencia en una sociedad uniformada. En eso consiste su rasgo totalitario”. Y añade: “La sociedad de la transparencia es una sociedad de la desconfianza y de la sospecha, que, a causa de la desaparición de la confianza, se apoya en el control. La potente exigencia de transparencia indica precisamente que el fundamento moral de la sociedad se ha hecho frágil, que los valores morales, como la honradez y la lealtad, pierden cada vez más su significación. En lugar de la resquebrajadiza instancia moral se introduce la transparencia como nuevo imperativo social”.
Estamos instalados en la desconfianza hacia todo. Nadie merece de antemano un margen de crédito, mucho menos los regidores políticos. Nadie se fía de nadie. Y esa desconfianza radical procede seguramente de nuestra propia desestima moral y las pocas oportunidades que nos damos para vivir con honor e intensidad en un mundo complejo y desigual. Hay muchas razones para desconfiar, muchas menos que las que existen para confiar en algo o en alguien ciegamente. No construiremos una sociedad ética renunciando a la propiedad y grandeza de nuestro ser único. Y así están en vía de extinción la autenticidad, los secretos, la lentitud, la persuasión, el entusiasmo, la compasión, la memoria… el tiempo.