Diario de cuarentena. Día 77. Cría miedos y…

Cada uno sabe mucho de las cosas de su profesión y un poco de algunos temas. La comunicación es mi vida y sé de lo que hablo. Pero también sé mucho del miedo, de los miedos, el tirano más poderoso de la historia. Hoy vivimos en el mundo uno de los momentos más gloriosos del miedo.

Contra el coronavirus se ha potenciado el miedo. El miedo puro y duro, en vez de activar la responsabilidad, la actitud vigilante y los cuidados pertinentes para evitar el contagio. El miedo, han pensado las autoridades sanitarias, es más eficaz. El miedo te invita a no pensar, te acobarda, te reduce, te aniquila la razón, te deshumaniza. Es una pedagogía de inspiración militar: aterrorizar para que te rindas.

Hoy decía un médico en la prensa: “La gente ha perdido el miedo”, refiriéndose al hecho de que comienzan a salir y ocupar lo que es suyo, el espacio público. A este médico, activista del miedo, eso no le gusta, le parece mal que la gente, mucha gente, ande libre. Porque las personas, para él, tienen que tener miedo, en vez de ser responsables, cumplir las normas de protección y mantener la higiene y las distancias. Miedosos nos quieren y no libres.

El miedo, decían los que defienden la ideología del miedo, es consustancial al ser humano. Claro, el miedo como respuesta instintiva pero irracional. Actúa como advertencia del peligro. Con los siglos aprendimos a hacer frente a la amenaza y no paralizándonos. Y eso es lo que ha hecho el confinamiento, paralizarnos por miedo, en vez de fomentar la eficacia de una pedagogía positiva, activa, responsable, inteligente, madura. Claro, el Gobierno y no pocos médicos creen que la gente es ignorante, estúpida y pueril y que solo mediante miedo, amenazas y sanciones se les puede conducir. Pastorearles con la amenaza de que viene el lobo.

El resultado que observo es que los bares, restaurantes y otros locales públicos están cerrados en su mayoría. El viernes por Bilbao hice una ronda y estaba todo a medio gas o menos. En mi café de la mañana apenas entra gente y eso que es un local limpio y amplio. ¡Porque la gente tiene miedo! Siguen bajo shock. A eso conduce el miedo y cuesta eliminarlo.

El mismo día, en El Corte Inglés, un espacio enorme de 9 plantas, había muy pocos clientes. Por el mismo motivo: el miedo. No lo llames prudencia, por favor, llámalo por su nombre: miedo. Encerraron a la gente en sus casas y todavía siguen aterrorizados. Es trágico.

Cría miedos y cosecharás tiranía y ruina. La pedagogía del miedo tiene estos efectos. Y no es de ahora. Es algo que está en el tuétano de la sociedad que se reviste de principios democráticos aparentes, pero de prácticas despóticas. Estaba ya en la escuela y la familia. Estaba en la cultura. Ha sido sencillo doblegar por miedo. 

Diario de cuarentena. Día 76. Carnaval de la pandemia

En Venecia, la ciudad de la grandiosa apariencia, tienen memoria histórica. De la peste negra o bubónica que asoló la ciudad en los siglos XIV y siguientes surgió la necesidad de proteger a los médicos (uno de ellos el célebre Nostradamus) que trataban a los contagiados. Y lo hicieron con unas ropas gruesas, máscaras narigudas y guantes gordos, tan incómodas como espectaculares, entre el ridículo y el espanto. En la imagen vemos una recreación de aquellos ropajes medievales. Algunas de las máscaras famosas del carnaval de Venecia se inspiran en aquellos atuendos.

La pandemia del siglo XXI está generando su propia estética, pero menos imaginativa y más útil. Para empezar, el uso desmedido -y en general innecesario- de las mascarillas. Lo normal es que se usen en el interior de tiendas y transporte público. Lo superfluo es usarlas por la calle cuando hay poca gente y es posible mantener distancias de seguridad. Pero hombres y mujeres, dados a la exhibición de su militancia sanitaria y obediencia ciega, les encanta pasearse con ellas y lucirlas orgullosos, como bandera de los liberados del demonio de mal y elegidos del dios de la salud. ¡Qué teatro!

Si a eso le añadimos los diseños de las mascarillas, de colorines vivos y pintados de motivos varios, entonces es que hemos entrado en el escenario del carnaval de la pandemia. ¡Venecia, te ha salido un competidor! Me muero de la risa ante lo infantil de esta conducta. Para un observador crítico esto es un festín de significados y una nueva era de extravagancia.

De repente, los nudillos, las humildes “articulaciones metacarpofalangeales e interfalangeales de los dedos” se han convertido en protectores de los peligros del tacto en la pandemia. Ahora sirven para pulsar en las botoneras de los ascensores y son eficaces en los cajeros automáticos y pulsadores de entrada y salida del metro. ¡Arriba nudillos del mundo, benefactores, gracias por salvarnos la vida! ¿Y para qué servíais antes? Para nada bueno, excepto para dar cates en la cabeza del enemigo en las reyertas infantiles. 

Los guantes de látex han perdido posiciones en el carnaval de la pandemia. Antes se veían mucho por la calle. Ahora, apenas son obligatorios en los mercados y para profesionales del comercio. ¡Qué pena, tan azulitos, tan brillantes y lucidos! Se pasaron de moda, como los gorros con pompón y las tetas grandes.

En el dentista, donde he ido hoy a morir un poco, me han puesto un peto de plástico. Muy mono, de color verde guardia civil. La continuidad del miedo hará proliferar trincheras entre nuestro cuerpo y el exterior. Moda Pedro Sánchez, como Pedro del Hierro. Regresamos a Venecia, pero a una Venecia cutre.

Diario de cuarentena. Día 75. Lo peor que podría ocurrir

¿Cómo vivir los peores días, cuando todo consuelo es inútil ante un sufrimiento insuperable? Hoy es de esos días. Cuando pierdes una parte de tu corazón. Andrea, de 8 años, hija de Adela González, de Euskal Telebista, ha muerto de cáncer. No puede haber nada más cruel que perder a una hija, lo más sagrado y por quien darías la vida. Si nadie merece esa amargura, Adela mucho menos, por ser quién es y cómo es.

Podría parecer que Andrea es una vida perdida más en esta época de desolación y miedo, en medio de una pandemia. Pero no. La niña de Adela era inocente. Era una vida de solo 8 años. Y sufría cáncer y contra él luchó hasta el final. ¿Cómo entender la vida? ¿Qué sentido tiene?

Adela González es uno de los rostros más populares de la televisión vasca, una todoterreno y profesional de enorme versatilidad. Imposible olvidar las horas, días y años de debates que compartimos. Hizo tándem con Iñaki López durante mucho tiempo en las sobremesas de ETB y ha trabajado también en La Sexta. ¿Cómo podría uno mitigar su dolor?

“No es justo”, me decía esta tarde alguien que sabía de la enfermedad de Andrea y confiaba en su recuperación. Pues claro que no es justo. ¡Es una niña de 8 años! E hija de Adela, un alma inocente a quien lo absurdo de la vida la ha convertido en víctima. ¿Por qué?, nos preguntamos y se interrogan los padres.

No hay respuesta. Ni los más devotos de la religión te pueden dar una contestación coherente, ni siquiera hay consuelo, porque los designios de Dios no tienen sentido. No hay Dios ni Cristo que te proporcione una palabra con sentido para explicar la muerte de Andrea, ni de ningún niño y de ningún inocente. 

Adela y su marido darían hoy todo porque Andrea continuara viviendo. Sus vidas a cambio de la suya. ¿Y dónde y cómo se hace ese trueque? Podrían al menos dar esa opción, ponerse en su lugar, la gran empatía. 

Es un día de preguntas sin respuesta. ¿Por qué? ¿Por qué a Andrea? ¿Qué ha hecho para este sufrimiento? ¿Qué sentido tiene la vida, si la vida se trunca sin motivo? ¿Vale la pena todo, si no se puede dejar vivir a los más inocentes, que murieron sin apenas vivir?

Uno no se recupera de algo así. Te marca para toda la vida, si es que a esto se le puede llamar vida. Todas las palabras de ánimo, toda la compañía y solidaridad del mundo palidecen ante el sufrimiento de perder a una hija de 8 años. Y no sé qué decirte, Adelitxu, que no sea llorar contigo, compartir en lo posible este sufrimiento tuyo, intentar mitigar tu dolor tras haber perdido una parte de tu corazón. O todo.


Diario de cuarentena. Día 74. Luto sin dignidad

Estamos de luto durante diez días. Luto nacional, lo llaman campanudamente. Es la decisión del Gobierno central como homenaje a los, hasta ahora, más de 27.000 víctimas mortales, de las que unos 1.400 pertenecen a Euskadi. Es brutal. Y por todos ellos es esta ceremonia pública deslucida.

El luto es la expresión externa de un sentimiento de dolor. Es una exhibición de sufrimiento que se enmarca en nuestra cultura en relación con la muerte. A mí no me gusta el luto. Quizás es que de niño, como monaguillo, asistí a cientos de funerales y me dejaron una impresión terrorífica. Luto, desgarro, lágrimas y desconsuelo iban a galope. “Quantus tremor est futurus, quando iudex est venturus, cuncta stricte discussurus”. Tengo grabado en el alma esta brutal oración cantada desde el coro por voces graves que me atemorizaban. Pero el dolor es una emoción personal que no necesita de su exhibición y mucho menos de espectáculo, sea religioso o político. Y en esto estamos, en una ceremonia de campanario. 

Seguramente, la mayoría de la gente acoge con respeto el sentimiento de pérdida de tantos conciudadanos. También yo; pero en lo público me parece un espanto, un circo en el que no pienso tomar parte. Ni este primer día ni el décimo del luto oficial. Esto va de hipocresía. 

He visto al rey y su familia de luto, y no faltaban cámaras y fotógrafos para recoger la escena. Era propagandístico. Y hemos visto a gente en hospitales, mercados y plazas guardando un minuto de silencio. Algo más auténtico parecía. En fin, que cada uno haga lo que considere en conciencia, seamos honestos; pero el sentimiento de dolor, en mi sentido emocional, no es para exhibirlo. Mis lágrimas me las trago yo solo. Mi dolor es mío y solo mío, no se comparte ni se muestra, ni se emite por la tele.

En cambio, sí, guardo luto por la miseria política que ensucia España, a su clase política y sus instituciones. Lo visto hoy en el parlamento es un asco. ¡A navajazos en medio de una tragedia terrible! La Cayetana, subida a lomos del odio, difamaba al vicepresidente y éste la tildaba de marquesa. La democracia ha muerto, amigos míos, asfixiada por la ira.

Guardo luto por el uso político de los muertos, que no son de siglas ni partidos, sino de todos. Los muertos como arma arrojadiza. El dolor por munición. Nada nuevo. En la dictadura se ensalzaba a los “caídos por Dios y por España”, mientras los muertos enemigos yacían en cunetas, olvidados. Después se mercadeó con los muertos del terrorismo como moneda electoral: los canallas en España robaban cadáveres.

Guardo luto por la extrema fragilidad de nuestro sistema para crear un plan justo de reconstrucción económica y social. Guardo luto por la miseria informativa y las trincheras. Guardo luto por ti, por todos. También por mí.

Diario de cuarentena. Día 73. Vivir de las palabras

Me asusta y a la vez me agrada reconocer que toda la vida he vivido de las palabras. Toda la vida escribiendo, buscando la mejor expresión, la idea más per-suasiva. No he contado los artículos y reportajes que habré escrito y publicado. Miles. Y las campañas, textos, lemas, speeches y publicaciones que habré firmado. ¡Madre de Dios! Amor y dolor por las palabras ha sido mi vida. La diferencia entre escribir en prensa y hacerlo en publicidad es la síntesis: un anuncio son pocas palabras en pocos segundos o en reducido espacio y se precisa una gran capacidad de síntesis: el máximo contenido con el mínimo de palabras. ¡La de horas y horas que gasté escogiendo una sola palabra o una frase corta! 

El fin de semana pasado vi una película que trataba sobre las palabras. Se titula “Entre la razón y la locura”, película norteamericana que, creo, no se ha podido estrenar en España. La vi en primicia y me emocionó hasta lo más hondo. Es la historia real del profesor James Murray y el loco y asesino William Minor. Al profesor Murray se le encargó a finales del siglo XIX la actualización del Diccionario Oxford de inglés, una titánica labor para la que contó con miles de voluntarios. Uno de ellos y el más eficaz fue el loco Minor, recluido en un manicomio después de asesinar a un hombre bajo delirios persecutorios. Minor aportó al diccionario decenas de miles de palabras, con sus citas correspondientes. Murray viajó al psiquiátrico a conocer a Minor y allí entablaron una profunda amistad que duró toda la vida. El resultado fue una obra magna que ninguno de los dos pudo ver publicada, pues la muerte les llegó antes. Protagonizan este gigantesco relato Mel Gibson como el profesor Murray y Sean Penn encarnando al loco Minor. Deberíais verla si apreciáis el mejor cine. 

Entiendo la pasión de Murray y Minor por las palabras. El ser humano dejó de ser un primate cuando creó el lenguaje verbal. Las palabras han conducido al mundo de la ignorancia a la sabiduría, han hecho milagros, unido personas, creado el amor y formulado la paz. Le debemos la vida a las palabras. Algo existe en el momento que una palabra la define.

También hay un uso perverso de las palabras. Se utilizan para crear odios y matar. Los que lo hacen niegan la función esencial de las palabras, que no es otra que la búsqueda de la belleza, la verdad y el entendimiento humano.

Dime de qué hablas y cómo hablas y te diré quién eres. Cuida las palabras, sácale partido a tan maravilloso recurso. No conozco a nadie digno de admiración que no sea espléndido en el lenguaje. Y, al contrario, no hay nadie malvado que no use las palabras para dañar. “Lástima de infarto”, me dijeron hace unos años para lamentar que hubiera sobrevivido a un infarto. Allí se acabó todo y comenzó otra vida.