Entre lo épico y lo patético hay un cuarto de paso. Probablemente, Zapatero se sueña a sí mismo como un defensor de Numancia dispuesto a morir antes de perder la vida, pero a los demás se nos antoja apenas como el utillero del Alcoyano pidiendo prórroga cuando va palmando seis a cero. Las herramientas del análisis político han dejado de servir para tratar de encontrar una explicación a su empecinamiento. Harían falta un chamán, un psiquiatra o un buceador de almas para desentrañar las misteriosas pulsiones que lo mantienen atornillado a un potro de castigo donde recibe por todos los costados sin la mínima posibilidad, no ya de devolver, sino de esquivar un solo golpe.
Más allá de simpatías o antipatías ideológicas, para quien albergue una migaja de piedad, el espectáculo empieza a ser de una crueldad que deja en broma la del toro alanceado de Tordesillas o, si nos ponemos, la del martirio de San Sebastián. Para colmo, quienes habían de ser sus cirineos o los buenos samaritanos que echaran bálsamo a sus heridas, le obsequian zancadillas y vinagre. ¡Cómo tuvieron que dolerle al obcecado leonés las desalmadas descargas de fuego amigo que le procuraron el lunes Juan Luis Cebrián y, haciéndole el eco a su jefe, el editorialista de El País!
Y esos han sido los penúltimos en llegar. Antes que ellos, al ecce homo de La Moncloa le habían apuñalado por la espalda nueve de cada diez antiguos palmeros, empezando por el aparentemente inofensivo López y terminando por el mismísimo Pepunto Rubalcaba. Imposible discernir si para resistir tal mortificación hay que tener estómago de acero o sangre de batido fresa. Para el caso, patata. El resultado final es que el multitraicionado y poliabandonado sigue sin soltar el clavo ardiendo. Como un boxeador groggy, continuará boqueando en el cuadrilátero hasta que suene el gong o le aticen el guantazo que lo mande definitivamente a la lona. ¿Qué ocurrirá antes?