Una de las cosas que más me jorobaba de crío era que, después de haberme hostiado en el patio con algún compañero, viniera el profe enrollado de turno con la consabida cantinela: “Y ahora os dais un abrazo y volvéis a ser amigos”. A uno, que ya entonces creía tener algo parecido a principios, aquella pacificación por decreto le parecía, además de una intromisión intolerable, una memez. De hecho, al abrazo forzado solía acompañarle un susurro recíproco: “A la salida te espero”. Y, efectivamente, después del timbre y fuera de los límites escolares, a salvo de la autoridad competente, retomábamos la pelea.
A partir de ahí, se abría un mundo de posibilidades. Igual podías pasarte dos meses a tortazo limpio que te convertías en uña y carne del que te había desguazado las gafas. Lo más habitual, sin embargo, era mantener con él una convivencia tensa que tendía a la indiferencia. La vida seguía, eso era todo, y había nuevos enemigos, juegos, parciales de mates o amoríos tempranos que atender. Aunque no pensáramos en ello, sabíamos que la infancia era muy corta.
Hoy, certificado eso último con una barba canosa y algunos achaques, sigo teniendo la misma desconfianza en la reconciliación obligatoria. No discuto las encomiables intenciones de los que la portan todo el día en la boca, pero dudo sinceramente que se pueda llevar a la práctica. Claro que me emociono como el que más leyendo o viendo uno de esos reportajes en que un terrorista y un familiar de una de sus víctimas comparten un café y tres reflexiones. Pero, aparte de que aún estoy por ver lo mismo entre un torturador y un torturado, no se me escapa que es una excepción.
Lo normal, lo humanamente normal, es que quien ha sufrido no quiera tener mucho que ver con quien juzga responsable de su padecimiento. Deberíamos conformarnos con la certidumbre de que esas situaciones no se van a volver a repetir. Y quien desee reconciliarse, que lo haga.
Magnífica reflexión, Javier. Sin duda, la capacidad de perdón y olvido absoluto no es algo que sobre en la condición humana. Con soportarnos y no volver a hacernos daño ya sería un logro.
http://casaquerida.com/2012/02/26/el-dia-de-la-lechuza/
Pienso lo mismo, y añadiria a demás que la reconciliación obligatoria es un gesto que resulta un poco humillante a quien recibe la oferta porque no ha pasado tiempo suficiente como para que las heridas se cierren.
Hacerlo de manera forzosa seria cerrar esa herida en falso y la falsedad es un caldo de cultivo excelente para que vuelvan a aflorar odios viejos.
Creo que hay que intentar de todo para la pacificación, pero manteniendo sus tiempos.
Amén
Hausnarketa oso ona Javier. Ondo izan.
Se ve que pensamos diferente. Mis mejores amistades -y las más duraderas- han partido de enfrentamientos. Lo crea o no es así.
No es que no tenga amistades nacidas del mero y normal feeling, pero las mejores han sido tras sendas reconciliaciones.
MUY BUENO, TE FELICITO Y DECIRTE QUE ME GUSTA MUCHO LEERTE. UN SALUDO
Me parece una reflexión acabadísima. Me he emocionado un poco porque acabo de leer la crónica de los tratos en prisión de las últimas detenciones…La situación no está para bobadas y desprecios… puede que como todo N.M,
( necesite mejorar) mas no estamos para desplantes updeianos …Si quienes se autoproclaman cristianísimos son en realidad sepulcros blanqueados, pocas lecciones de nada pueden dar a quienes optamos por la moral laica del derecho a ser y vivir como personas y el deber de los gobernantes a tratarnos como tales… salrios incluídos.
Creo que hay que distinguir entre la reconciliación individual, entre dos personas, que nunca debe ser obligatoria, y la reconciliación social, cuyo objetivo es tratarnos con respeto y reparar el daño padecido. Esta última no es obligatoria pero sí necesaria en casos como el nuestro.
Paul: Creo que hablamos de lo mismo. Lo que pasa es que tú lo llamas «reconciliación social» y yo, convivencia. Y de utilizar otra palabra, hablaría de conciliación. El prefijo RE implica que había un concilio previo. Y no se da ese caso en la mayoría de las situaciones.
Claro que para mi lo ideal (¿o lo idílico’) es que todos estuviéramos a partir un piñón. Pero de momento, haciendo un juego de palabras, me basta con que no nos partamos los piños.