Después de diez días sin publicar, le debo esta columna de vuelta a Iñigo Cabacas Liceranzu. Creía, de hecho, que ya la había escrito doce o quince veces en mi cabeza, pero ahora, al sentarme frente al teclado, compruebo que todas las certezas que iba apuntando mentalmente se han ido diluyendo, quedando viejas o perdiendo sentido incluso para mí, que una vez las di por buenas. Me queda tan solo una de las primeras ideas que me asaltó al conocer la noticia y fue haciéndose fuerte según sorteaba la torrentera de declaraciones y contradeclaraciones: hemos perdido la capacidad de hacer una lectura pura y simplemente humana de la muerte.
La de Iñigo, perdón por la insultante obviedad, ha sido la de una persona. Luego entran las circunstancias, que la hacen más dolorosa y difícil de digerir, si cabe. No hay mucho que añadir sobre ellas. Más allá de las versiones oficiales y oficiosas, estoy seguro de que todos nos hemos trasladado imaginariamente a ese callejón donde la fiesta se convirtió en la tragedia que nunca deja de rondarla. Tengo la impresión de que no nos damos cuenta de que lo extraordinario, lo casi milagroso, es que no ocurra con más frecuencia.
¿No somos capaces de reflexionar abierta y sinceramente sobre esta realidad y cómo cambiarla sin vencer la tentación de arrimar el ascua a nuestra sardina política? Tal parece, a juzgar por lo que hemos tenido que ver y escuchar durante esta semana larga. ¿Alguien esperaba en serio que Ares dimitiera? Y en el remotísimo caso de que lo hubiera hecho, ¿era ese el justiprecio por una vida? Está claro que no, como también lo está que para el consejero no era eso, lo más primario, lo que estaba sobre el tapete teñido de sangre. Como ha demostrado con sus despejes a córner, sus medias verdades y sus contraataques de manual de comunicación, este ha sido sólo otro asunto incómodo más de tantos con los que su cargo le hace lidiar.