Lo oigo y lo leo una y otra vez: “En las circunstancias por las que atravesamos, esta sociedad no perdonará a aquellos partidos que impidan que se alcancen acuerdos”. Es una afirmación tajante, categórica, rotunda, que no deja resquicio a la duda y que hace pensar que alguien ha ido casa por casa a preguntar sobre la cuestión. Evidentemente, no ha sido así. Es la pinche manía que tenemos todos —tire el primer canto rodado quien no haya pecado en ese antro— de hacernos portavoces del censo entero. Basta que el cuarteto que tomamos café juntos coincidamos en algo para que, extrapola que te extrapola a lo Paco Llera, elevemos el consenso a universal palmo arriba, palmo abajo. En esta ocasión se añaden, además, las ganas de que la voluntariosa sentencia sea cierta. Qué cosa más natural y lógica, ¿verdad?, que unos ciudadanos advirtiendo a los políticos de que no es momento de tonterías. O que unos políticos dispuestos a demostrar a los ciudadanos que van a estar a la altura, faltaría más, qué me está diciendo usted.
Pues le estoy diciendo que nos sabemos la fábula del escorpión y la rana. También que está científicamente probado que la cabra tira al monte y que el angelito bueno sale de escena en cuanto ve los cuernos del diablillo malo. Pero hay algo definitivo: tenemos la constancia documentada de lo que ha pasado en los últimos treinta y pico años. ¿Cambalaches, pactos de no agresión para no hacernos daño, trueques de silencios recíprocos, repartos de pastel? Sí, de esos ha habido unos cuantos y, siendo prácticos, no seré yo quien sostenga que han sido del todo inútiles. Guardo, sin embargo, poca o ninguna memoria de auténticos acuerdos, hechos desde la responsabilidad, a riesgo de perder votos o poltronas, y con la convicción de que eran simple y lisamente lo mejor.
Conclusión: no espero que esta vez sea diferente. Eso sí: con gusto me comeré esta columna si me demuestran lo contrario.