Desafección

El Gobierno español tiene un plan para frenar la desafección de la sociedad hacia la llamada clase política, menuda denominación tan reveladora, por cierto. Bueno, en realidad este lo está preparando. Es decir, ha mandado a unos propios con traje, pluma de oro y foto de la familia en la mesa del despacho que le vayan dando una pensada a la cuestión. Luego, si eso, ya se verá qué hacer. O qué no hacer, que suele ser la opción más viable. La cosa es que la vicepresidenta tenga un comodín por si en la rueda de prensa de los viernes se levanta una mano intempestiva a preguntarle qué opina del enésimo barómetro del CIS en que los sufridos ciudadanos echan sapos y culebras sobre sus representantes. La interpelada podrá poner entonces ese mohín de gravedad que cada vez le sale mejor y parafrasear al gran líder, si bien con acento mesetario, que tiene menos gracia: estamos trabajando en ello.

La parte elíptica del mensaje es que el trabajo, si llega a concluirse —esa es otra—, acabará en la misma papelera que los mil códigos de buen gobierno y pamplinas del pelo que se han ido evacuando en los últimos años. De hecho, la elaboración y la difusión con pompa y circunstancia de estos prontuarios de magníficas intenciones no son sino ingredientes de la descomunal engañifa. Palabrería hueca cuya única utilidad es la paradójica: todo lo que se jura que no se va a hacer es, a la hora de la verdad, el catálogo de las fechorías que se perpetran con total impunidad y a la vista pública.

Si es posible a estas alturas restaurar la confianza en los políticos, extremo que dudo, no será mediante planes o declaraciones de buenos propósitos condenados al incumplimiento. Ni siquiera con leyes de Transparencia como esa que sestea en el cajón desde que fuera anunciada por la propia Soraya SS hace un año. Obras son amores. Volveremos a creer cuando nos demuestren que son dignos de crédito. Pero con hechos.

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