Tsipras, tú molabas

Al habla, un gran experto en decepciones. Ni se imaginan la cantidad de veces que me han abandonado en una gasolinera. O quizá deba decir que me he sentido así, porque uno de los aprendizajes de tantas y tantas frustraciones clavadas en la glotis es que la mayoría de los desencantos nos los curramos a pulso. Es nuestra candidez —en llano, pardillismo— la que nos hace concebir expectativas treinta pueblos más allá de las posibilidades reales. Con una capacidad de idealización a prueba de misiles nucleares, patéticamente necesitados de creer en lo que sea, levantamos mitos a partir de cualquier carne mortal que tiene pinta de no querer robarnos la cartera. El último, o sea, el penúltimo, ese ser que se ha demostrado humano, corriente y moliente que atiende por Alexis Tsipras.

Aclaro, antes meterme de en más honduras, que en estas líneas no me refiero a sus compatriotas, cuyos sentimientos respeto honda y sinceramente, sino a los millones de griegos vicarios que han crecido como setas a 3.500 kilómetros de las tierras helenas. Ya saben cuáles les digo, esos que cada rato histórico se apuntan a lo que toque en el ancho mundo. Ahí andaban, hace diez días, no más, gritando al líder de Syriza que querían un hijo suyo, proclamando que se lo comerían a besos (este ejemplo es casi literal) y con los pelos como escarpias ante su inmarcesible dignidad. Salvo tres o cuatro que aún le dan a la manivela de pensar, son los mismos que desde el lunes por la mañana lo han declarado traidor a mil y pico causas, mientras se ciscan en sus muelas por cobarde, gallina y capitán de las sardinas. Dan entre pena y risa.

Desafección

El Gobierno español tiene un plan para frenar la desafección de la sociedad hacia la llamada clase política, menuda denominación tan reveladora, por cierto. Bueno, en realidad este lo está preparando. Es decir, ha mandado a unos propios con traje, pluma de oro y foto de la familia en la mesa del despacho que le vayan dando una pensada a la cuestión. Luego, si eso, ya se verá qué hacer. O qué no hacer, que suele ser la opción más viable. La cosa es que la vicepresidenta tenga un comodín por si en la rueda de prensa de los viernes se levanta una mano intempestiva a preguntarle qué opina del enésimo barómetro del CIS en que los sufridos ciudadanos echan sapos y culebras sobre sus representantes. La interpelada podrá poner entonces ese mohín de gravedad que cada vez le sale mejor y parafrasear al gran líder, si bien con acento mesetario, que tiene menos gracia: estamos trabajando en ello.

La parte elíptica del mensaje es que el trabajo, si llega a concluirse —esa es otra—, acabará en la misma papelera que los mil códigos de buen gobierno y pamplinas del pelo que se han ido evacuando en los últimos años. De hecho, la elaboración y la difusión con pompa y circunstancia de estos prontuarios de magníficas intenciones no son sino ingredientes de la descomunal engañifa. Palabrería hueca cuya única utilidad es la paradójica: todo lo que se jura que no se va a hacer es, a la hora de la verdad, el catálogo de las fechorías que se perpetran con total impunidad y a la vista pública.

Si es posible a estas alturas restaurar la confianza en los políticos, extremo que dudo, no será mediante planes o declaraciones de buenos propósitos condenados al incumplimiento. Ni siquiera con leyes de Transparencia como esa que sestea en el cajón desde que fuera anunciada por la propia Soraya SS hace un año. Obras son amores. Volveremos a creer cuando nos demuestren que son dignos de crédito. Pero con hechos.

Mientras tanto, nada

Advierto a la sufrida concurrencia, por si se quieren evitar el mal rato, que las líneas que les vengo a llorar son una versión corregida y aumentada de las que destilé ayer mismo con el resultado de varios desayunos agriados y un par de whatsups de amigos seriamente preocupados por mi estado emocional. Algún día me apearé en marcha de este tobogán melancólico y, tirando de oficio y de ese tipo de cinismo tan esquinado que merece el nombre de hipocresía, seré capaz de jurar a los moribundos que tienen toda la vida por delante y convenceré al de los hermanos Calatrava de que la auténtica belleza va por dentro. Denme un decenio o dos y es pan comido, se lo prometo.

Pero hombre, Vizcaíno, déjese de pucheritos autocompasivos y mire lo que está pasando en la calle. ¿No se sulibella viendo cómo por fin las masas atienden la llamada de su destino manifiesto y salen a rodear a los mismos que han votado hace menos de un año para decirles que cuidadín-cuidadín? No me diga que no rejuveneció ayer al ver cómo esa Euskal Herria que usted pronuncia a garganta llena se poblaba de puños en alto clamando por el fin de la explotación laboral y, ya puestos, por la inminente independencia. De propina, nuestros hermanos catalanes allanándonos el camino hacia Ítaca con un remedo de aquel plan que el malvado centralismo opresor le estrelló en las narices a Ibarretxe. ¡Cabalgamos a lomos de la Historia!

Ya, sólo que si nos fijamos bien, las patas están atornilladas al suelo. Lo de Madrid es una confusa convocatoria convertida en semihazaña y Trending Topic gracias a la porra fácil de los guardianes de Rajoy. Igual igual que los robocops de Ares-Mendia dieron lustre a pelotazo limpio a una huelga que hasta sus convocantes saben que ha sido un error estratégico de libro. En Catalunya apenas veo a un campeón de la tijera jugando con una bomba de relojería cargada de sentimientos. Y mientras tanto, nada.