Tsipras, tú molabas

Al habla, un gran experto en decepciones. Ni se imaginan la cantidad de veces que me han abandonado en una gasolinera. O quizá deba decir que me he sentido así, porque uno de los aprendizajes de tantas y tantas frustraciones clavadas en la glotis es que la mayoría de los desencantos nos los curramos a pulso. Es nuestra candidez —en llano, pardillismo— la que nos hace concebir expectativas treinta pueblos más allá de las posibilidades reales. Con una capacidad de idealización a prueba de misiles nucleares, patéticamente necesitados de creer en lo que sea, levantamos mitos a partir de cualquier carne mortal que tiene pinta de no querer robarnos la cartera. El último, o sea, el penúltimo, ese ser que se ha demostrado humano, corriente y moliente que atiende por Alexis Tsipras.

Aclaro, antes meterme de en más honduras, que en estas líneas no me refiero a sus compatriotas, cuyos sentimientos respeto honda y sinceramente, sino a los millones de griegos vicarios que han crecido como setas a 3.500 kilómetros de las tierras helenas. Ya saben cuáles les digo, esos que cada rato histórico se apuntan a lo que toque en el ancho mundo. Ahí andaban, hace diez días, no más, gritando al líder de Syriza que querían un hijo suyo, proclamando que se lo comerían a besos (este ejemplo es casi literal) y con los pelos como escarpias ante su inmarcesible dignidad. Salvo tres o cuatro que aún le dan a la manivela de pensar, son los mismos que desde el lunes por la mañana lo han declarado traidor a mil y pico causas, mientras se ciscan en sus muelas por cobarde, gallina y capitán de las sardinas. Dan entre pena y risa.

Cambios y recambios

He renovado el carné las veces suficientes como para recordar con nitidez los carteles con el careto de un joven Felipe González mirando al horizonte con arrobo sobre el lema “Por el cambio”. Tampoco he olvidado lo pronto que quedó claro que aquello no fue otra cosa que —nótese el matiz semántico— un cambiazo de tomo y lomo. Más talludito y con el concepto de decepción aprendido y hasta aprehendido, como gustaba decir a los pedagogos progres de mi época, he ido asistiendo a un sinfín de anuncios que llevaban como reclamo la magnética y resultona palabreja. El penúltimo que me viene a la memoria sin esfuerzo alguno, porque fue anteayer como quien dice y todavía padecemos no pocos de sus efectos, es el “gobierno del cambio” que trapisondaron PSE y PP en la demarcación autonómica de Vasconia. Y aún habría de llegar el mismísimo Mariano Rajoy, hace tres años, dos meses y nueve días a arramplar su (letal) mayoría absoluta a lomos de la divisa “Súmate al cambio”.

Aplicando la filosofía de las tapas del yogur —“Siga jugando; hay muchos premios”—, Podemos, ha proclamado 2015 como el año del cambio de verdad de la buena. Decenas de miles de personas, una inmensa multitud sin matices, participaron ayer en Madrid en lo que en la terminología clásica se denomina “una jornada festivo-reivindicativa”, quizá más lo primero que lo segundo, bajo la consigna “Empieza el cambio”.

Son de sobra conocidos mis recelos hacia la indiscutible formación emergente y también mi escepticismo congénito. Pues fíjense que aun así, tengo el pálpito de que esta vez sí cambiarán media docena de cosas, y no necesariamente para mal.