Tras la histórica Diada del año pasado, me apunté a la teoría del suflé. Creía, y así lo dejé anotado en estas líneas, que todo lo que sube baja, que los días de mucho suelen ser vísperas de nada y, en fin, que los grandes entusiasmos tienden a marchitarse irremediablemente. Mi escepticismo congénito y el recuerdo nítido de otras explosiones de júbilo que habían terminado en fiasco me llevaron a pensar que era cuestión de tiempo que las aguas catalanas volvieran a su cauce. Compruebo con alegría que estaba en un error.
Tampoco quisiera dejarme arrastrar ahora por un exceso de optimismo y dar por finiquitada la caza de un oso que todavía corre por las praderas. Sin embargo, lo que he ido viendo en estos últimos doce meses y, particularmente, el miércoles pasado, me hace intuir que esta vez el envite va muy pero que muy en serio. Se ha colmado definitivamente el vaso de la paciencia. Y no solo de los que siempre estuvieron por la labor de cortar amarras con España. Aunque estoy a seiscientos kilómetros y seguramente se me escapan muchos detalles, para mi el fenómeno más notable es constatar que personas que no hace tanto pasaban por tibias o indiferentes han cruzado la línea roja. Ya no se conforman con un apañito fiscal. Ni siquiera con una componenda federalista o del pelo. Quieren irse a toda costa y lo antes posible. Mañana mejor que pasado mañana.
Se antoja muy difícil contener un ansia y una determinación así. Esto ya no va de unas siglas o las otras. Las ejecutivas de los partidos, que no tienen manual de instrucciones para una situación como esta, han perdido el control. El ritmo lo marca la ciudadanía y a los dirigentes políticos no les queda más opción que subirse a la ola y aparentar que la gobiernan. Cualquier tentación de echar el freno, y los corren a gorrazos. Artur Mas debe elegir entre ser héroe, aunque sea por accidente, o villano sin paliativos. A ver qué decide.