Si no conocen un programa de la televisión pública española llamado Entre todos, no se pierden nada. Al contrario, diría incluso que salen ganando con su ignorancia y les animo a persistir en ella. Ojos que no ven, ya saben. Yo ya no estoy a tiempo de regresar a mi virginal inopia. Por circunstancias personales, amén de dolorosas, largas de explicar, me toca asistir con cierta frecuencia a ese artefacto catódico que me deja un humor sombrío (más todavía) y el cuerpo para el arrastre. Hay que tener el alma de hielo o llamarse Rodrigo Rato para salir indemne del espeluznante desfile de desgracias que en cosa de dos horas y pico se vierten, cual aceite hirviendo desde una almena, sobre la retina de los espectadores.
Efectivamente, como estarán imaginando o habrán oído, la cosa va de reclutar víctimas de tremebundos infortunios, exhibirlas con arreglo a una escaleta para provocar la compasión de la audiencia y llegar a un final más o menos feliz cuando se ha recaudado la cantidad en la que se ha tasado que la desdicha ya no lo es. No es un formato novedoso, que digamos. A los que tengan unos años les evocará aquel Ustedes son formidables, conducido por Alberto Oliveras en la Ser, pero no deja de ser la misma receta que la de los telemaratones que nos irán cayendo de aquí a un mes, aprovechando la eclosión sentimentaloide que acompaña a la Navidad.
Llegado a este punto, debería entrar a matar y terminar de poner de vuelta y media esta espectacularización del dolor diciendo, por ejemplo, que prostituye la genuina solidaridad en caridad. No lo haré, porque tendría que extender la diatriba a los conciertos, partidos de fútbol y hasta campeonatos de mus benéficos. Y a las recogidas de tapones de plástico y las rifas vecinales para echar una mano a un semejante al que le pintan bastos. Cedo el látigo al progrerío fetén, que por lo que veo, decide a quién, cómo y cuándo ayudar. O no hacerlo.
Totalmente da acuerdo. Menos de deiz minutos tres días, bastaron para no pasar de nuevo por el programa.