Supongo que era previsible, pero no por ello menos decepcionante. Antes incluso de abandonar el hospital, Teresa Romero concedió su primera entrevista exclusiva, que en traducción a los usos y costumbres de la prensa de unos decenios a esta parte, quiere decir pagada. Seguramente la auxiliar felizmente curada de ébola ha recibido un pico. Es de imaginar que habría subasta previa con abundancia de postores de chequera alegre. El gramo de intimidad semivirgen tiene un precio, y los que entienden de esto porque están todo el día a pie de mercado sostienen que merece la pena rascarse el bolsillo. Hay tal demanda, que la inversión se rentabiliza casi instantáneamente. Eso también debería hacernos pensar.
Por lo demás, no tengo nada que reprochar a Teresa. Tanto ella como su marido están en su derecho de meterse por su propio pie en la irresistible pasarela de la fama de aluvión. Sospechando que de poco va a servir, les aconsejaría, eso sí, que fueran con tiento. Más que nada, porque los que ponen las reglas son profesionales que no se andan con sensiblerías. En cuanto el respetable pierde el interés, que puede ser muy pronto en un caso como este, se mueve el banquillo y sale a los focos, qué sé yo, la Pechotes, que es ahora mismo una de las piezas más cotizadas de las casquerías mediáticas.
Eso, sin perder de vista los niveles de crueldad que gastan los consumidores del género. Lo suyo no son las medias tintas. Pasan en décimas de segundo y sin causa aparente de la adoración absoluta al odio más visceral. Y cuando eso ocurre, es muy tarde para protestar. Aunque no esté escrito, viene en el contrato.