Soy de esos tipos raros a los que sí les interesa el lado humano de los políticos. De hecho, hubo un tiempo en que me perseguía una cierta fama de blandengue porque los entrevistados se me iban vivos, brutal expresión del argot de mi gremio que quiere decir que mis preguntas no habían sido lo suficientemente agresivas como para obtener un par de frases entrecomillables. De la actualidad pura y dura, se entiende, es decir, de esas cuestiones, en general, perfectamente prescindibles, con fecha inmediata de caducidad. Maldigo una y mil veces el periodismo declarativo ramplón… que yo también he acabado porque no se puede ir toda la puñetera vida contra la corriente.
Otro día les cuento cómo y por qué claudiqué. La introducción pretendía aclarar que, en principio, no tendría nada —más bien al contrario— de cualquier intento periodístico de buscar el plano corto de las personas que están en la primera línea política. Sin llegar a la salsa rosa, me interesan sus situaciones vitales presentes y pasadas, sus peripecias más allá de las siglas concretas, sus gustos en diversas materias y, desde luego, las opiniones que salen de su cabeza y no del consabido argumentario.
Y también me resulta simpático verlos en facetas ajenas a su dimensión pública. Pero sin rebasar unos límites tan obvios, tan primarios, que no me voy a detener a explicar. La línea, que es ciertamente gruesa, la marca el sentimiento de vergüenza ajena desde el lugar del espectador, y el del mínimo pudor desde el lado del protagonista, que es quien al final decide si merece la pena hacer el chorra ante una cámara por un puñado de votos.